Son las cinco de la mañana.
Y el cielo cambia de color. Se extiende en varias direcciones a la vez. En Magdalena, todavía escucho esa música narcótica. Tiesos, borrachos, inermes. Tocando con la punta de nuestro cerebro un día nuevo y un copulo de ceniza desplegar.
Son las seis de la mañana.
Camilo y yo rodamos cuesta abajo por una calle que es una pista sin fin. Camilo no deja de decir lo que piensa acerca de la Hilacha y Diego (su maldita paranoia homo) y el alba, el sol. Algunos panaderos salen a tocar sus cornetas y molestar.
Camilo reniega de nuestras malas costumbres y amaneceres bebidos. De quedarnos sin un centavo y caminar. Descansamos en la virgen del malecón de Magdalena que es donde cada uno partiría por su lado a dormir a su casa, anoche. Ahora Camilo y yo volvemos al mismo punto de partida de ayer.
Camilo y yo nos miramos pensativos las caras.
Camilo dice:
- No tengo dinero.
Compramos dos empanadas de cincuenta céntimos para cada uno con el único sol que me quedaba entre las manos.
Camilo me ofrece prender un porro.
Yo lo aliento a hacerlo sin muchas palabras. Tragamos las empanadas. Luego nos sentamos en las bancas y miramos el mar, su extensión, el horizonte, y las islas de San Lorenzo y El Frontón.
- La Hilacha y Diego son cabros, no te miento huevón... son cabros.
Una vez más Camilo, con su pinta de universitario no militante y cara de una noche muy mala. Luego agregó, con lo último que le queda de aliento (y de una forma muy pausada y queda):
- No te miento, huevón, son cabros...
Ocho de la mañana.
Llegamos al parque de la Pera siguiendo la ruta del mar en la que Camilo y yo fumamos mientras algunos hombres viejos nos miraban anonadados. Es lunes por la mañana. Es verano. Y cuando llegamos a la bajada donde encontraríamos las playas, el sol y finalmente, el verano, Camilo dice:
- Hay que bajar, Droguerto. ¡Hay que bajar!
Pero yo le pregunto si es que se ha vuelto loco. Le pregunto si lo que quiere es suicidarse. Y Camilo, que está sudoroso y pálido, me mira extrañado una vez más:
- Lo que quiero es vivir, lo que quiero es vivir, ¡Droguerto!...
Pero yo le dijo que está loco, demasiado drogado, y que lo mejor es llegar a nuestras casas y olvidarnos de esta última noche de una vez.
Cuando llegamos al parque de la Pera todavía sigo escuchando esas canciones. Sigo escuchando esa música que convierte todo el verano en una película rodada en negativo y sin colores reales.
Sólo humo y suicidio colectivo.
Sólo desilusión.
Le pregunto a Camilo si lo que quiere es echar una siesta.
Camilo se acurruca en el pasto y luego de un par de horas vomita la empanada de esta mañana prácticamente sin haberla digerido. Luego me dice que la Hilacha y Diego definitivamente son pareja, y después se duerme.
Yo me tumbo boca arriba contemplando el cielo, extremadamente dorado y el sol, brillante, sin forma, me recuerda una vez más la voz gangosa de Calamaro anoche, y las mezclas. Las rayas de coca. El rostro de Paty. Los ademanes. Bailes en la oscuridad del piso de Lili, y por último el beso tan innecesario entre la Hilacha y Diego sin ninguna vergüenza.
Nada encajaba con los estándares.
Nada era lo suficientemente coherente y lúcido.
Nada era lo que parecía.
Y a la vez eso era todo.
Mediodía.
Nos despierta una patrulla que nos dice que está prohibido dormir aquí y nos botan. Era una Luciérnaga. Se nos quedó mirándonos mientras nos alejamos apabullados y oscuros (con temor a que nos revisen los bolsillos).
- Son Serenazgos con radios patrullas, que vigilan el parque y todo lo que es San Isidro... -taradeó Camilo, mientras avanzaba por el pasto hacia la avenida El Ejército.- Pero las llaman Luciérnagas, no sé por qué...
La mayoría de gente estaba a mitad de su día laboral y nosotros todavía seguíamos terminando el domingo en nuestras cabezas.
Un agudo sonido en mi cráneo colaboró a enloquecerme.
Llegando a la casa de Camilo, en San Isidro, me consiguió unas monedas y me fui a mi casa. Dos de la tarde. En la habitación de mi cuarto logro llegar a mi cama en una especie de shock. Y me dan escalofríos un segundo antes de quedarme dormido.
Y de esta manera intento permanecer así bastante tiempo.
Y durante estas dos semanas no paro de soñar con dragones de Comodo que invaden mi apartamento en technicolor.
Conocí a Lucía un día gris que no quisiera recordar nunca más.
Iba buscando un lugar donde hospedarme. Así que en su casa me dieron un cuarto y a la noche siguiente ya estaba cenando con ellos. Era una familia en verdad agradable, simple y de buenas maneras. Nada fuera de lo normal. Lucía, en un principio, no me llamó la atención en lo más mínimo. Yo estaba harto de la Universidad, cada vez que iba era pura mierda. Finalmente, cuando mis viejos se largaron a vivir a Santiago de Chile, una ola de adrenalina surcó mi cerebro un instante. Iba a ser la oportunidad que yo buscaba hacía años. Mi vocación por la música había desaparecido considerablemente. Por otro lado, era el año 1998 y había leído un par de libros como el de Ray Lóriga y “Cien años de soledad”, y todo ese rollo. Pero nunca me interesó la literatura tanto hasta después que conocí a Lucía.
Había llegado a su casa en Los Álamos con un par de maletas pequeñas. Era la primera mudanza que hacía en mi vida y era la primera vez que iba a estar tan solo en el mundo. Finalmente los papás de Lucía me dieron a cambio de cien dólares mensuales comida, techo y abrigo.
Lo que no sabían era que yo era un hijo de puta, y en unos meses de encerrarme en mi habitación (nadie me tocaba la puerta a molestar, nadie excepto lucía se dio cuenta que yo fumaba marihuana casi a diario. Tristemente un día ella me habló.
- Oye tú.
- Me hablas a mí.
- Sí, ven.
Era extraño, Lucía estaba en pijama desparramada en él sillón de su sala viendo televisión. Era un martes por la mañana, creo, y supuestamente yo debería estar en la Universidad. No había nadie en casa.
- ¿Te gustan los Tiny Toons?
Miré a la pantalla con desgano. Últimamente me bañaba seguido pero ese día, precisamente ese día, no me había bañado ni echado desodorante ni nada. Había desayunado con cautela una manzana, un poco de yogurt, y había fumado un wiro enorme en mi cuarto.
De repente me entró el pánico.
- Me parecen bien.
Lucía me miró atenta. Se veía preciosa con su pijama celeste y su media cola en el pelo. Su sonrisa era un poco idiota pero eso no la desmerecía en lo absoluto. De repente me enamoré de ella, y me puse nervioso.
Lucía cogió el control remoto y lo agitó en frente mío.
- Yuju, Roberto...
- ¿Qué pasa?
- Te pregunté si querías cambiar -modificó el tono de su voz, era una pregunta retórica.
- Los Tiny Toons me van muy bien, en serio.
La verdad era que me parecían dibujitos antipáticos y poco profesionales. Era un programa muy aburrido y a Lucía le parecía gustar de sobremanera.
Entonces me pregunté cuántos años tendría Lucía, y cuánto tiempo había perdido escondiéndome de su mirada en la mesa. Escondiéndome de su habitación y de su vida. Si de todas maneras yo vivía con ella, tenía que llevármela a la cama algún día, tenía...
- Roberto, ¿me dejas hacerte una pregunta?
- Ya lo estás haciendo.
Lucía terció una mueca y sonrió.
- Dale.
- ¿Por qué siempre te vistes todo de negro?
Miré mi ropa asustado. En qué momento Lucía se había fijado en mi ropa. En qué momento.
- No lo sé, Lucía. Nunca me lo había cuestionado.
Ella sonrió mirando la pantalla y mordiendo el control remoto con las dos manos.
- Me han dicho que el color de la ropa dice mucho de las personas.
La bulla de la televisión hacía la escena algo extraña. Lucía me empezó a excitar bastante, por un segundo la vi hermosa y decidí definitivamente intentarlo.
- ¿Y qué más has escuchado?
Por lo pronto, sabía que Lucía cursaba el último año de secundaria. Ya no era una niña.
- Que los chicos que se visten de negro son cortantes...
Aguardé un segundo y manipulé el término cortante.
- Creo que tienes razón.
Lucía estornudó.
- Salud...
- Gracias -y en seguida- ese olor a marihuana en tu cuarto, sabes, me produce mucha alergia.
En seguida Lucía sonrió.
El programa de los Tiny Toons acabó. Lucía apagó el televisor y caminó hasta la cocina.
- ¿Qué pasó? Te pusiste pálido.
Fui tras ella y me puse en guardia.
Había pasado viendo todo el día por Internet fotos porno de chicas extrañas, hasta que mis pupilas ya no discernían entre chuchas y entrepiernas.
Luego, había salido de mi apartamento en el centro de Lima. Era domingo, y sucedía que no tenía nada qué hacer.
Había sol, y las cosas andaban un poco lentas.
Cuando llegó la Hilacha, interrumpió mi masturbación de las tres. Estaba en mi sala, echado en mi cama. Lo miré fijamente cuando entró. Dijo:
- ¡Eh! Droguerto, ¿qué es de tu existencia? ¡Droguerto!
Y salimos. Compramos chocolates en la bodega frente a Plaza Francia. La Hilacha se quejaba de que ya no hacían los Sublimes en la misma envoltura de antes, y en secreto, me dijo:
- Cha... es que quería, ya sabes, armar un varulo... con ese papel manteca... sabor a chocolate...
A lo que no pude evitar una sonrisa.
Emprendimos un breve viaje hasta el trabajo de Lili, y esperamos a que cerrara las puertas de su tienda de tejidos incaicos y adornos orientales, cerca del Boulevar Quilca, a unas cuadras de jirón Cayoma, y luego la seguimos hasta su casa, en Breña, donde prendimos un incienso y nos pusimos a escuchar esa música extraña.
Comenzaba la noche.
Lili dijo:
- Hay que reunir gente, vamos organizar nuestra propia misa negra... -refiriéndose a algo, creo, que tenía que ver con su posición frente a la Iglesia, en medio de una conversación acerca de que era domingo, o una cosa por el estilo- ¿Qué les parece?
Sonaba a broma.
Así que ni la Hilacha ni yo le hicimos mucho caso al comienzo. Hasta que Lili hizo una lista de cosas que necesitábamos, y nos indicó ayudarla en cuanto antes porque la cosa “iba en serio”.
Lili no estaba de broma.
Lili compró velas, Lili consiguió más música, Lili trajo a un gato negro, Lili nos dio unas monedas y nos dijo:
- Vayan y traigan esto.
Una vez afuera renegamos.
- Encima nos manda a comprar su pay la conchasumadre esta... -exclamó la Hilacha, leyendo la pequeña nota anotada en un boleto de combi.
Olvidamos a Lili por unos instantes.
Yo volví a mirar el cielo pálido de enero, parado en Jirón de la Unión y fumando un cigarrillo. Esperando a que la Hilacha terminara de hablar por teléfono y prestara un poco más de atención al asunto.
Eran las cinco de la tarde.
- Ven, vamos a esperar a Diego a la avenida.
Caminamos y esperamos a Diego una media hora más. Cuando llegó él, la Hilacha se alegró y se animó a ir hasta Magdalena a conseguir un poco de la cosas que Lili nos había escrito en un pequeño boleto de combi. Que “consiguiéramos lo antes posible”. Y de eso hacía ya una hora. Conque no sabíamos si Lili nos iba a estar esperando de verdad o no.
Así que cuando llegamos a Magdalena, la Hilacha se mete como una liebre en un hueco y luego sale con más pacos que monedas en las manos. Había conseguido la grifa, los falsos, y el pay de Lili. Los quetes eran paquetitos pequeños, y amarillos como polvo para matar cucarachas.
A una cuadra de allí nos dimos cuenta que con la cerveza en lata que habíamos comprado imprudentemente en la bodega de la esquina se nos había ido todo el dinero que Lili nos había dado para comprar pan y latas de sardina. Conque no sabemos qué hacer. Y mientras lo pensamos como de un susurro caminamos tristemente entre las casas de variados colores frente al malecón de Magdalena, y hacemos cualquier cosa excepto mirar con melancolía el mar.
Le pregunto a la Hilacha, quién fuma un pedacito de filtro arrugado entre sus dedos:
- Oye ¿y qué ha sido de tu prima, Paty, últimamente? -Tomando en cuenta nuestra ubicación y las circunstancias.
A lo que la Hilacha abre sus ojos como se abre una vagina excitada y exclama a los cuatro vientos:
- ¡Demonios! -Y corre, tirando al pasto las cenizas de su cigarro a medio consumir.
Diego y yo nos quedamos solos. Así que le pregunto:
- ¿Qué prefieres entre dormir y fumar?
- Fumar.
- ¿Y entre fumar y cagar? -Le preguntar, después de unos segundos de silencio e incomodidad.
- Cagar está bien.
A lo que yo le respondo:
- Buenas respuestas.
Y entonces nos callamos, pensando en qué será de Lili, si seguirá escuchando esas canciones o si ya se habrá olvidado por completo de nosotros.
Diego me comenta, por su parte, algo de fumar hierva con el papel manteca de los chocolates Sublime con una sonrisa. A lo que yo le respondo que ya no hacen sus Sublimes con esa envoltura. Y Diego exclama:
- ¡Ya lo sé!
Y saca de su bolsillo una de esas viejas envolturas.
Le pregunto:
- ¿Dónde es que las has conseguido?
- En Estados Unidos, hace unos meses he estado allá y traje unos chocolates que se pudrieron en mi maleta. ¿No es estupendo?
- No estoy seguro.
En eso vemos a la Hilacha con Paty y con Camilo.
Camilo tenía dinero, dijo:
- Vamos a “El Paraíso”, a tomar unas chelas...
- Camilo, ¿qué haces aquí? -Le pregunté, extendiéndole la mano.
Caía la tarde.
- Nada pues. Ya sabes cómo es el verano.
El cielo se volvió púrpura.
Llamamos a Lili a su casa pero nadie contesta el teléfono. Escuchábamos boleros metidos en “El Paraíso”, entre luz lila y verde escuchando el palpitar de los corazones escondidos detrás de una puerta que latía mientras nos encerrábamos a jalar. Paty coqueteaba con su primo y con Diego a la vez. Ellos se reían descontroladamente. Camilo y yo nos mirábamos las caras confundidos.
Camilo puso dos más.
Eran las siete de la noche.
Hasta que Lili contestó por fin su celular y gritó:
- ¿Dónde mierda se han metido?
- Estamos en “El Paraíso”, Lili. Más vale que vengas.
- No jodan, ¿qué hacen ahí?... -empezó a maldecir.
- Lo mejor es que vengas, un amigo está poniendo chelas.
Lili seguía maldiciendo.
- Yo los mandé a la esquina a comprar pan y ustedes se largan hasta Magdalena.
- Nos mandaste a comprar tu PBC, Lili... -le hice un gesto a la Hilacha.
La Hilacha se acercó.
El teléfono en la puerta de “El Paraíso” era un teléfono rojo.
- Queso se puede conseguir en cualquier esquina. ¡Puta madre!
Apenas pude le pasé el teléfono a la Hilacha.
Se apoyó con un brazo e inclinó su rostro crepuscular frente al teléfono.
- Sí... sí. Ya entiendo, sé a qué te refieres...
La Hilacha empezó a mover su cabeza de arriba abajo, completamente coqueado. Me dio la espalda.
Me senté en la mesa, Camilo estaba en el baño, tenía la puerta cerrada y todo. Un niño cenaba mirando la tele en una mesa continua. Era increíble pensar que era domingo. Paty continuaba con sus ademanes. Afuera era de noche. Todo Magdalena estaba a oscuras como si se hubiera ido la luz, exceptuando el local donde estábamos y exceptuando la música que salía de la máquina pincha discos.
La Hilacha se sentó por fin en la mesa y exclamó:
- La única profesora de yoga que bebe y fuma su pay está en camino...
Y la mesa entera se alborotó.
Camilo gritó:
- ¡Dos más! -Sacando de su billetera de cuero el último billete de veinte soles que le quedaría en mucho tiempo.
Y mientras todo eso pasaba yo seguía bebiendo sistemáticamente cerveza, a montones. Diego sacaba de su bolsillo el papel manteca con el que envolvían los Sublimes hacía años, y la gente en la mesa vibra de emoción. Sacan el paco que consiguió la Hilacha a más de la mitad de su precio normal, y Paty se pone a deshacer los moños entre sus dedos con delicadeza. Y a mí me gustaba Paty hacía tiempo.
Luego me pregunto a qué hora terminará esto. Porque lo que más anhelo yo ahora es ir a casa y dormir temprano.
Media hora más tarde llega Lili, vestida como suele vestirse. Y antes de sentarse a tomar con nosotros nos pregunta por qué la dejamos plantada, y un segundo antes de sentarse cuestiona la presencia de Paty y Camilo aquí, y luego le tenemos que prometer que la vamos a acompañar a su casa a hacer la misa negra. Nadie entiende muy bien qué dice el otro, pero todos asienten y parecen ponerse de acuerdo. E intuyo que la cosa demorará un poco más.
Un tragaluz en la casa de la familia de Lucía, hacía del ambiente de la cocina un lugar aparte. Caía todo el sol de primaveral encima nuestro. Podía ver las ramas de algunos árboles que crecían hasta por encima del techo. Los Álamos es un lugar un tanto apartado.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Con qué?
- Con eso de la alergia.
Lucía sonrió. Sin duda alguna me dio la espalda y dejó que la mirara un poco mientras hacía cosas y no decía ni una sola palabra. No había ningún tipo de comunicación entre nosotros dos. El pequeño short azul que traía puesto le quedaba muy bien.
- Oye. Vivo en Los Álamos, ¿crees que no sé diferenciar ese olorcito?
- ¿Cuál olorcito? -Pregunté- No es más que incienso...
Lucía levantó la mayonesa y untó con un cuchillo su sándwich de jamón y queso.
- Claro.
Y en seguida lanzó una carcajada.
- ¿Quieres probar un poco de esto? -Ofreciéndome su sándwich, después de un rato.
- No, gracias.
Y en seguida.
- Vamos, Roberto, no voy a decirle nada a nadie, pierde cuidado.
Movilicé mi indignada presencia fuera de su alcance visual.
- ¿Seguro que no se te antoja nada de comer?
La Hilacha fumaba un enorme canuto de hierva envuelto en una envoltura de chocolate vieja y dándole golpes como un condenado, parado en la Virgen de Magdalena, el malecón preferido de los adictos y de los locos.
Nos votaron de “El Paraíso” a las diez. Luego nos fuimos a caminar frente al mar una media hora más. Lili llevaba tan solo un vestido largo, casi transparente y negro a la altura de los pechos, lo que no hacía sino acentuar sus pezones y sus senos, firmes y puntiagudos. No llevaba sostén. El vestido le llegaba hasta los tobillos, su calzón era color lila con franjas rosadas, o eso parecía, y sus aretes eran palabras chinas que colgaban de sus orejas. Ella también le dio una pitada más a ese enorme canuto mal hecho. Todos lo hicimos.
- ¡Cof! ¡Cof! ¡Cof!
- ¿Qué pasó, Hilacha?
- ¡Esa cosa no sirve, won!
Y el enorme canuto cayó al piso, deshecho, convertido en cenizas. Nadie estaba lúcido. Nadie había dicho: ésta es una mala idea. Todos éramos unos idiotas.
Lili dijo:
- Lo mejor es ir a mi casa. -Y en seguida, agregó- Ahí hay vino, y algo de ron.
Todos miramos el piso. Estábamos cansados y sobretodo tristes. Angustiados, insatisfechos.
- Nooo, no puedo, tengo mucha hambre -terció Camilo.
Se sostuvo la panza y lanzó un chillido al cielo.
- Pucha, eso les pasa, pues. Con la plata que se compraron su hierva hubieran comprado pan y sardinas...
Hubo un silencio sepulcral.
Diego cogió a Paty de la cintura y no la dejó escapar durante unos instantes.
Cayó la medianoche.
- Es hora de irnos. -Propuse-. Cada uno a su casa. Es lo justo.
- ¡No! Ni pensarlo. Es hora de ir a mi casa. Me lo prometieron, muchachos.
- ¿Por qué?
- Me lo prometieron.
- No entiendo.
- Es luna llena, y es domingo. Hoy se practicaba la misa negra en la época de la inquisición. Hoy se visitan tumbas, cementerios, castillos abandonados. Hay un gato negro esperándonos en casa...
- ¿Y eso qué?
Yo sabía de qué iba Lili. Le gustaba conversar, reír. Y sobretodo follar con los amigos de siempre con los que practicaban su yoga, con los que comían su comida, fumaban su PBC, o le hacían el favor de lamerle el chocho de vez en cuando. Era una tipa como muy pocas, eso era cierto.
Camilo estalló de la risa:
- ¡Ja, ja, ja, ja!
La Hilacha y Diego se miraron las caras. Hablaron en secreto y después fueron donde mí y murmuraron:
- ¿Vas?
- De todas formas está en mi camino, ¿no?
- ¿Pero vas?
Miré a Lili.
Ella hablaba con Paty, y le decía:
- Quédate a dormir en mi casa, huevona, la pasaremos bien...
Camilo miraba el mar, oscuro...
- Está bien, en fin... -le eché un vistazo a mi reloj- Ya terminaron los programas de investigación... ¿verdad?
Ambos rieron.
La Hilacha era flaco, como un subnormal.
- Todo listo. Vamos.
Y en lugar de irse cada uno a dormir a su casa, Lili nos embarcó en un taxi color rojo a lo que era su hogar en Breña.
- ¿Dónde van?
- Nos vamos a Breña -le dije a Camilo, antes de subirme en el taxi.
- ¿Cómo?
- Lili nos está invitando, ¿no ves?
El taxi hizo sonar el claxon.
- Pucha, necesito irme a mi casa... Mis viejos no saben dónde estoy.
- ¿Y...?
- No sé.
Diego gritó:
- ¿Vas a subir, o no?
Otro automóvil hizo sonar su claxon.
- ¡Demonios!
Había una fila de autos esperando avanzar.
Lili gritó:
- Pasa, pues carajo.
Camilo se sentó y cerró la puerta del taxi. Ya estaba a bordo.
- ¿Y ahora...? -Se preguntó después de unas cuantas cuadras.
- No te preocupes, chico, te prometo que vas a estar a salvo. Vas a llegar completo a tu casa -le guiñé un ojo-, te lo prometo.
- ¿Qué? ¿Me vas a acompañar?
La radio captó un par de canciones de La Inolvidable.
- Si quieres lo hago, won. Ningún problema.
No sabía en qué me estaba metiendo, exactamente.
Llegamos a Breña cerca de la una de la mañana. Las nubes negras tapaban la luna llena y el sol. Nos bajamos del taxi tambaleantes y subimos por las escaleras oscuras a un segundo piso en una estrecha calle de Breña, donde nos esperaba un altar con velas apagadas y un montón de almohadas en las cuales caeríamos exhaustos.
Todavía olía a incienso.
Lili nos sirvió una pequeña copa de vino a cada uno y nos informó:
- Esto es lo único que tendrán de vino durante la noche. Lo demás será vodka o preferentemente ron. Luego pasaré unos bocaditos de queso y aceitunas verdes, pero...
Camilo trastabilló.
- ¿Qué?
- Nada. Es que tenía planeado... -Lili tenía ascendencia árabe, y por tanto, una nariz prominente. Se dirigió donde la Hilacha y a mí en un comienzo, pero después simplemente separó sus brazos y exclamó- ¿Dónde está el gato? -Y con más fuerza aún- ¡Puta madre! ¿Dónde se metió el gato?
Luego de unos segundos, empezó a sonar el Salmón.
- Exactamente ¿qué pretendías hacer con el gato?
Lili no me supo contestar bien y tambaleó la cabeza. Luego se dirigió a la despensa y aparecieron esos bocadillos de queso y aceitunas verdes.
La Hilacha la perseguía y trataba de convencerla para que accediese a poner en lugar de esa música tan extraña, algo un poco más tranquilo, digamos, un poco de radio, o el CD de Pochi Marambio que llevaba entre sus manos. Pero a Lili no se le convencía así de fácil, y cuando se le mete una idea en la cabeza es difícil se hacerla cambiar de opinión.
Me siento junto a Diego quién conversa ávidamente con Paty y le pregunto:
- ¿Te gusta esta música?
A lo que él me responde negando, y diciendo que NO con la cabeza.
Le pregunté, en seguida:
- ¿Qué tipo de música te gusta escuchar, frecuentemente?
Diego miró el techo y empezó a enumerar un montón de grupos en inglés, todos Punk.
- ¿Así que te gusta mucho el Punk?
- No exactamente.
- ¿Entonces...?
- No lo sé, simplemente no me gusta mucho Calamaro.
- Te entiendo.
La Hilacha se sentó con nosotros, entre Paty y Diego. Camilo había desaparecido. Sonaba el segundo disco. Lili me había explicado que eran cinco, me había enseñado la caja por la tarde, y al momento de insertarlos en el equipo, me enseñó los discos y me dijo:
- Esto sonará toda la noche.
- ¿Por qué?
En la carátula salía una foto medio idiota de un pez en negativo, y encima decía: Andrés Calamaro, y a un costado, salía de su boca: el salmón.
El resto de la caja era en blanco.
- Pero Lili, esto es demasiado ¿no crees?
- Ya veremos.
Finalmente, Lili dejó de ir de un lado a otro y se echó a dormir con nosotros en el suelo. No habían muebles sino almohadas esparcidas por todo el piso y la gente amontonada, uno encima de otro. Parecía que fuésemos a hacer una orgía. Por lo que me entró un poco de desconfianza y nerviosismo después, y un aire helado que se metió en mi pecho.
Lili sonrió.
- Parece que no va a haber misa negra hoy, ¿verdad?
Paty exigía cambiar de música, decía que la gente se estaba durmiendo. Pero a mí no me daba sueño, era como hipnotizante. A las dos de la mañana, la gente ya había tomado el equipo y solo pasaban radio y cachimba. A las dos y media Lili se enojó, cuando Camilo vomitó en el suelo y ensució el baño. La reunión se paralizó en ese instante. Lili parecía estar furiosa por el estado de la casa. Nunca había sido un gran baño, decía, pero nunca antes había estado tan pero tan hecho mierda. Y yo era testigo. Porque me había encontrado muchas veces con cucarachas extrañas, pero nunca con Camilo muerto y su vómito esparcido en el lavatorio. Nunca con un olor tan fétido. Lili renegaba, estaba furiosa, y repetía:
- Mierda, ¿ahora quién va a limpiar esto?
Camilo estaba inconsciente. Diego y la Hilacha lo sacudían. Estaba verde, casi del color de su vómito. La Hilacha decía:
- ¿Alguien sabe cuál es la diferencia entre un muerto de sobredosis y Camilo?
Yo estaba tendido sobre las almohadas de Lili en la sala, y le respondía:
- No. A ver, dime. ¿Cuál es la diferencia entre un muerto de sobredosis y Camilo?
Entre Diego y él lo arrastraban hacia la luz.
- No era un chiste.
Lo llevaron al balcón a tomar un poco de aire. Salieron y cerraron el balcón con llave. Paty se tendió junto a mí, y sonrió.
- ¿Qué te pasa, Paty?
- Nada.
Paty estaba medio borracha o se aprovechaba del resto.
- Solo quería saber cómo estabas, nada más.
Hizo un gesto y luego sonrió.
Estaba muy cerca mío.
Lili entró a la sala sujetando una mancha negra y diciendo:
- ¡Encontré al maldito gato!
El maldito gato estaba muerto.
- ¿Qué le pasó? -Le pregunté.
A Paty se llenaron los ojos de lágrimas.
- Murió, parece que ingirió veneno para ratas...
- O se comió una rata envenenada, ¿verdad?
- Puecer...
Lili apagó las luces y prendió las velas. Preguntó donde estaban los demás y señalamos al balcón. Diego y la Hilacha fumaban cigarrillos mientras Camilo vomitaba con la mitad del cuerpo afuera. Lo dejaron encerrado allí a ver qué tal suerte correría.
Lili sacó un cuchillo de su cocina. Un cuchillo especial que había estado afilando, esperando ansiosa este momento. Lo alzó encima del gato apuntando el pecho (donde en los gatos vibra el ronroneo) Paty se acurrucó junto a mí y se echó a llorar.
Los demás esperábamos atentos. Lili perdió la concentración o no tuvo el valor necesario.
- Este gato está muerto -dijo. Y después agregó.- Es que así no tiene gracia.
Dejó el cuchillo tendido en la mesa.
- Lo siento, chicos, ya es muy tarde para una misa negra. -Dijo, y se metió en su cuarto a descansar.
Nosotros regimos qué música seguiría sonando. Ganaron ellos. Empezó a sonar Pochi Marambio. La Hilacha y Diego se besaron. A Paty le entraron escalofríos. Sonaba Despertar en tierra sur. Paty me abrazó. A la Hilacha se le veía como a una chica sumamente flaca, con el pelo largo y anteojos. Una mujer muy fea, para ser exactos. A Diego se le veía como a cualquier mortal. Me hicieron pensar un poco en Nito Mestre y Charly García en los setentas.
Entonces me acordé del concierto al que fui, el 11 de septiembre pasado, cuando Charly salió a cantar vestido de rojo y anteojos grandes, se bebió algo de whisky y antes de cantar Rezo por vos dijo unas cuantas payasadas. Antes de eso, habían pasado imágenes del atentado de las torres gemelas, mezcladas con escenas de El perro andaluz de Buñuel.
Estaba con la Hilacha y Diego, extenuados por tener que estar de pié porque si nos sentábamos no veíamos nada, y si nos tirábamos al césped la gente pasaría encima nuestro. Y ahora no me acuerdo si sería primavera o invierno, porque a fin de cuentas eso no importaba nada. Y en Lima solo hay invierno y verano.
Tristes palomas.
La Hilacha me dijo:
- Ese no es Charly.
- ¿Cómo que no es Charly?
- No es pues.
- ¿Cómo lo sabes?
- Porque Charly no es así, no está tan parado... Charly ni siquiera puede mantenerse en pié.
- ¿Cómo lo sabes?
- No sé. Nada más me parece. -Y después de un rato, bebiendo de una botella algo de ron, reiteró- Ese no es Charly, es un doble.
La Hilacha me hizo reír.
Pero luego, después de pensarlo bien, a la media hora, cuando tocaban una de los Beatles, estaba medio ofuscado y fumando un cigarrillo, sentado en el césped, mirando a una chica de pelo rojo que me había devuelto la mirada con asco, enseñándome la espalda y el culo. Y en ese instante, estaba seguro de que ese no era Charly García, y se reía y apagaba las luces a cada rato para pintar rayas en su máquina de cuatro teclados y jalar...
Paty hizo que ambos la miraran extrañados. Dijeron:
- ¿Qué sucede, Paty? ¿Nunca han visto dos hombres besarse?
A lo que Paty les respondió:
- No.
Un aire espeso se respiró a continuación. Diego y la Hilacha se alejaron. Lo que me hizo cambiar la música. Puse uno de los salmones y básicamente me dediqué a escucharlos y mirar los nombres de las canciones pasar.
Paty me dijo:
- Mala honda, ¿verdad?
- ¿Qué cosa?
- Eso.
- ¿El beso?
Paty se miró a sí misma el vientre. Llevaba un pequeño polo viejo que era sumamente delgado y rojo. Las luces de las velas encendidas en el supuesto altar de Lili iluminaban de una forma muy extraña la habitación. Habían sombras por todos lados.
- Bueno, fue un beso ¿verdad? -Razoné.- Se supone que los besos son buenos ¿no?
- Sí. Se supone...
Hice una pausa.
La Hilacha y Diego desaparecieron. Dios sabe dónde estarían o qué estarían haciendo. En ese momento solo me preguntaba cosas como: ¿ensuciaran mucho la cama, la misma donde dormiríamos Paty, Camilo y yo, si es que convencía a Lili para quedarnos a pasar la noche?
- Está bien, la Hilacha es así. -Dijo Paty acerca de su primo- OK... Ya... en fin, es la Hilacha pues.
Y en seguida, agregó.
- Pero ¿Diego...?
Me reí.
- ¡Ja, ja, ja!
- ¿Qué sucede?
- Naaada, Paty. No sabía que seguías siendo tan ingenua.
Paty contuvo la respiración.
- ¿Quién dice que soy ingenua?
- Yo lo digo.
- ¿Por qué?
- ¿Te acuerdas cuando eras más niña, y jugábamos?
Nos quedamos ambos callados largo rato y luego suspiramos a la vez, después de haber aguantado la respiración unos instantes.
Paty rió.
- Ja, ja, ja.
- ¿Me vas a decir que no eras un poquito ingenua?
- No era ingenua.
Y en seguida me lanzó una de aquellas miradas que nunca se olvidan. La puerta de vidrio del balcón se puso a temblar. Alguien había cerrado las cortinas. Paty me tomó del brazo.
- ¿Qué sucede?
Abrí las cortinas.
Camilo entró. Estaba mareado y seguía vomitando la comida de semanas enteras. Me pregunté:
- ¿Qué carajo? ¿Por qué vomitas tanto?
Una vez adentro seguía vomitando, solo que ahora era pura saliva y estaba pálido como la mayólica del baño o de la cocina de la casa de mis padres. Me entraron escalofríos. Cerré la puerta del balcón con llave.
Una vez que Camilo pudo articular palabras, dijo:
- No sé qué... le pusieron a ese ron..., puta madre.
Paty me miró. Tenía el cuerpo angustiado, o algo le había pasado. Tenía ganas de sacarle la ropa, o de descubrir si de verdad usaba ropa interior blanca o si eran puras cochinadas de su primo.
Pronto Camilo empezó a maldecir y a patear cojines.
- ¡Carajo! ¡Estate quieto! Maldición.
Después de romper un par de adornos de cerámica se tranquilizó un poco. Sonaba Blow up, eso lo pude deducir mirando los numeritos y leyendo los nombres de las canciones.
Decidí preparar y servir el café.
Paty me miraba extrañada. Luego se perfiló. Camilo decía que había estado a punto de caerse del balcón, y que mientras lo hacía, unos punkekes le lanzaron piedras, y que si no hubiera sido por ellos, por los punkekes, ahora podría estar muerto. Había sido una noche muy larga, eran las cuatro y media de la mañana.
Paty me miró fijamente. Camilo estaba lleno de ojeras y con los ojos muy rojos, como si hubiera estado llorando. Paty, que estaba lúcida, me miraba fijamente...
- Voy a cambiar la música -dijo. Y yo la seguí.
En el pasillo nos besamos.
Nos escondimos en un rincón. Estaba oscuro.
Siempre había querido cogerle con violencia las tetas a Paty; ella siempre había vivido junto a un hueco; siempre había tenido los ojos azules y el cuerpo bien formado; y todos sabíamos que no duraría mucho, porque en un mundo así, las chicas como Paty tienen muy pocos recursos. Le levanté el polo. Paty mordió la parte inferior de sus labios. Efectivamente, abajo, su ropa interior también era blanca. Su brasier era suave como para morderlo todos los días al despertarse uno por la mañana. Sus piernas eran delgadas.
Abrimos la puerta de una habitación que no era la de Lili. Un par de golpes. Lili estaba allí, abajo suyo estaba Diego, y por detrás le estaba dando la Hilacha con fuerza. Lili gemía. Pudo haber sido la música alta, o pude haberme confundido y pensar que era Paty la que estaba gimiendo, un tanto por los besos, un tanto por lo que la tocaba, por la oscuridad, o por la constante actividad de la noche. Por las drogas, o por el dolor de cabeza, o por el zumbido. Por la música, o por el gato que estaba tieso y muerto en un altar en medio de la sala...
Paty se contorneó unos instantes, luego exclamó en voz baja y con la cabeza en mi regazo que la Hilacha y Diego se la meten a Lili a la vez, que eso no puede ser posible, aunque lo más probable es que eso no la haya consternado mucho, porque cuando fuimos hasta la habitación de Lili le bajé el calzón y empecé a lamerla, le mordí un poco los muslos y antes de que se corriera del todo le pregunté, tocándole las tetas: ¿qué es lo que te gusta más de mí? Y ella respondió, mordiéndose la lengua y gimiendo: ¡Oh, por Dios! ¡Como me lo lames!. Y una vez que terminé de hacerlo me miró fijamente, a lo que le dije, Paty ya es muy tarde. Y luego, como si se tratara de una bendición, ella dijo:
- Me corrí tres veces -sonriendo y poniéndose su calzón, emocionada.
Cuando volvimos donde Camilo él estaba dormido entre las tazas de café que habíamos preparado, todavía intactas. Cuando apareció por fin Lili, nos preguntó:
- ¿Qué es lo que hacen?
Sonaba una canción que era a lo Zorba, el griego. No le dijimos nada. Tampoco nos preguntaron nada cuando nos fuimos, ni nos cuestionaron los vómitos de Camilo. No se molestaron en preguntarnos si queríamos fumar, o café, o si necesitábamos algunas monedas. La Hilacha y Diego se fueron a dormir al Agustino.
Camilo y yo nos dispusimos a caminar.
Una tarde lluviosa de 1999, se fue la luz en gran parte de la ciudad. No había nadie en casa y cuando llegaron ellos yo saqué a pasear el perro. La primera vez que me ofrecí a hacerlo, a la mamá de Lucía se le iluminaron los ojos y desde entonces me vio casi como un nuevo integrante de la familia. Lucía, en cambio, me miró con cierto aire delator. Como si le diera lo mismo o no, o algo por el estilo.
Por lo pronto yo era un buen tipo que cambiaba una buena película del mismo corte de Día de la independencia por escuchar un par de casetes clásicos Leuzemia. Afuera, en la calle, todo estaba a oscuras y en mi cabeza pulularon ideas como ¿qué pasará de aquí al verano? o ¿cómo haré para lidiar con mi propia independencia?. Un fuerte aire invernal recorrió Los Álamos de aquí a la luna. Opté por el camino más fácil y dejé que el perro corriera libre por el parque. Prendí un canuto. Decidí no volver a estudiar más y el ciclo que cursaba colgó por primera vez de un delgado hilo. Me senté en una banca y me dispuse a esperar. El pequeño perro de la familia de Lucía era una cosita blanca y peluda. Corría por todos lados, como un loco: todo estaba a oscuras y había cierta inestabilidad en el ambiente.
Cuando volví a casa todo seguía igual. Dejé que el perro se metiera en mi cuarto. Como era viernes por la noche y no había luz, los papás de Lucía estaban en la sala escuchando un pequeño radio a pilas y vaciando el hielo de la refrigeradora. La mamá de Lucía habló de un problema técnico en el sur de la ciudad, en una central o algo por el estilo. Surco, San Isidro, Magdalena, Jesús María, el Cercado de Lima, Lince, Barranco y gran parte de Chorrillos.
Me topé con Lucía en la cocina.
- ¿Cómo te va?
- Bien.
- Rebusqué tu habitación.
- ¿Por qué hiciste eso?
- No sé, estaba aburrida. ¿Ya leíste El guardián entre el centeno?
- ¿Me dejas pasar?
Lucía se interpuso en mi camino.
- No.
Juan Carlos, el “Yonqui”, sujetó la jeringa hundida en su piel. Lamentó (como pocas veces he visto lamentarse a alguien) la extraña situación, y las ventanas empañadas en bilis. Mi cara inmóvil, con la boca abierta, y la Ketamina en polvo sujeta entre mis manos...
- ¡Diablos! -susurró por fin-, esta cosa ya me hizo efecto...
Su amigo Fabricio (o Fabián, o como sea que se llame) estaba hipnotizado hasta la médula. Había caído tendido en su cama. Y yo solo recordaba que se parecía a una especie de cantante de Nueva Ola, y una vez introducida la jeringa en su piel el chico no dijo más nada. Juan Carlos, el “Yonqui”, seguía lamentando aquella protuberancia en su piel justo en el lugar donde había intentado inyectarse.
Había cierta paranoia en sus ojos.
Lili se deshizo de las jeringas. Les había inyectado su droga y luego se deshacía de las jeringas, como la autora intelectual de los hechos. Llevaba aquel pañuelo en la cabeza que usaba para sujetar su enorme pelo y su vestir esta vez (como pocas veces la vi vestida antes) era algo muy femenino. Era el año 2001 y sería invierno.
La Ketamina la conseguimos en una farmacia barata, por la tarde, y luego Fabricio, o Fabián (o como sea que se llame) nos ofreció su casa en La residencial San Felipe, de árboles frondosos, verdes, y de edificios enormes.
Lili y yo nos habíamos mirado las caras antes de partir. Lili me había dicho:
- Compra un pomo... ¡vamos! ¡compra aunque sea uno!...
Y yo, supongo que hecho un tarado, compré dos o tres y luego le pedí algo de dinero a ella, a lo que Lili movió su cabeza así como Madona, sujetando su pantalón largo de franjas azules y rojas, diciendo:
- No, Droguer... no tengo ni un centavo.
De la cintura hacia arriba Lili llevaba dos collares con motivos indígenas, un polo blanco y ajustado (que hacían resaltar sus dos enormes tetas, carentes de sostén) y un chaleco marrón, su pelo estaba despeinado y colgaba de uno de sus hombros una especie de bolsa incaica donde llevaba libros, discos, y un pañuelo de seda de colores casi transparentes.
Una vez en la casa del amigo de Juan Carlos, el “Yonqui”, suspiré hondo y me senté en un sillón junto a una ventana de cortinas blancas por donde entraba la luz transparente. Eran las tres de la tarde de un día frío. La casa se veía común y corriente, nada fuera de lo convencional, nada raro. Había una mesa, un estante con platos y vasos. Una cocina angosta donde cocinamos la Ketamina en un platito (que luego raspamos con un DNI y vertimos la droga en una hoja de papel marrón) y fuimos a la habitación del tipo, donde (según lo acordado) le inyectaríamos la droga a Juan Carlos y a su amigo y los acompañaríamos durante el viaje.
Lili procedió a sacar las jeringas de su envoltura. Juan Carlos dijo que él podría hacerlo solo. Lili le alcanzó una jeringa y el pomo. Luego le inyectó a su amigo. El tipo quedó privado. Luego el “Yonqui” experimentó una especie de fobia a la jeringa hipodérmica. Se había hecho una bola en la piel intentando inyectarse. Se había infiltrado un poco de oxígeno.
- ¿Y ahora qué hago? -balbuceó, una vez drogado-, no puedo llegar así a mi casa...
Imagino que Juan Carlos, el “Yonqui”, creyó que iba a quedarse con aquella bola en el brazo para siempre. La habitación del tipo debía ser lo más llamativo del lugar. A pesar de su edad, Fabián (o Fabricio) no se había deshecho aún de sus álbumes de las Tortugas Ninja, no había mandado cambiar sus sábanas y alrededor nuestro, mientras ellos alucinaban, habían muchos detalles insignificantes. Aviones de juguete, plumones Faber Castell, un recipiente repleto de canicas, un muñeco de felpa, cuadernos de pasta dura, exámenes..., etc. Y todo esto por algún motivo (tal vez, debido a la escena) causaba en mí un profundo miedo.
El sujeto se levantó de la cama completamente inhibido, reducido a una existencia nebulosa y mental, se tambaleó un par de veces, se sujetó de sus rodillas contra la pared. Balbuceó asustado que sus padres habían llegado, que tenía que saludarlos, y se fue, así, dando tumbos, atravesando la habitación, regando su triste existencia por todo su departamento...