jueves, enero 27, 2005

diecinueve

no escribiré un poema conjugando un número como el de hoy. No haré nada sino arriesgarme en mi propio y mundano juego. En los últimos meses me he arriesgado y parece que no he recibido mayor satisfacción con respecto a nada. He conocido mucho a mucha gente y tal vez al parecer esto no me sirve de nada. Ya no puedo hacer otra cosa sino gritar y reaccionar como cualquier escritor con sus cuatro pies sobre la tierra. ESCRIBE, PEDAZO DE IMBÉSIL. Es más de lo que mucha gente puede hacer. Y a pesar de esto, estoy triste, tan triste. "La paz de los muertos es el insomnio de los vivos" dije alguna vez. Uno no elije qué escribir. Eso también lo dije. También dije: tú no siempre eres así. Y me quedé triste y sin voz. Acabo de cumplir diecinueve y es como si esto recién empezara. Asquerosos poemas, prefiero mil veces escribir algo grande. De nada me sirve la gente. De nada me sirbe nadie. Solo anhelo escribir la novela más grande que puedo imaginar en mi pequeña cabeza. Prefiero estar así: sólo. Tan sólo, tan hundido en mí. Tan jodido. Tan acabado. Pero escribiendo. Esto es tan propio de mí.

referencia: acabo de terminar de escribir el capítulo XIII, no escucho música, ayer fue mi cumpleaños, me quedé sin vos (voz)

domingo, enero 23, 2005

sí, huevón

IV. Resignación
Sí, huevón
nadie te está mirando.
Ni tus padres,
ni los amigos de tus padres,
ni ese camión repleto de basura
ni esta casa deshabitada, nadie.
Nadie te está mirando, huevón
continua con tu trabajo.
Fuma, corre
desintégrate,
vuélvete a caer, reacciona
ten misericordia
aléjate. Muere,
nadie te está mirando
puedes hacer lo que quieras.
Puedes llorar, tomar un helado, leer
escribir
puedes guardar para más tarde la ceniza esparcida en el piso
brilloso,
puedes pensar un poco más, en tus logros, en tus aciertos
en tus errores, todo.
Dios anhelo tanto
un fracaso
una desazón más grande que la que siento
ahora.
Quiero escribir el poema más prescindible...
en esta noche en este
MUDO
OH, anhelo tanto una repartición injusta
de las ganancias,
OH, anhelo tanto una noche más
sin ti.

miércoles, enero 19, 2005

VIII.- Queen Jane

Charlotte entró al salón de clases ese frío día de invierno de 1997 como atraída por un instinto asesino. Llevaba el pelo amarillo y lleno de rulos en la espalda, su caminar era inseguro y tambaleante. Sin embargo, tras su saco o sobretodo marrón oscuro se escondía el cuerpo de una mujer fascinante.
Mala actitud la mía esa de pensar que la profesora de literatura en la academia horrible donde me encontraba coqueteaba conmigo. En realidad, lo único que hacía era guiñarme un ojo de vez en cuando e interesarse un tanto en mi aspecto. Finalmente (creo que fue un día lunes) después de salir de clases esperé a que Milagros terminara de discutir con ella algo del Siglo de oro español (creo que Milagros no entendía bien que el Siglo de oro español era precisamente español) y la profesora, Charlotte Nolteus, le gritaba:
- Escucha, ¿ves esta lista? ¿la vez? Aquí están los del RENACIMIENTO, ¿puedes leer RENACIMIENTO? Aquí ¿ves?. No tiene nada que ver con el Siglo de oro español...
Finalmente Charlotte terminó de hablar con ella, cogió su maleta y se dirigió a la puerta. Me preguntó, consternada:
- Marcel, hijo, ¿podrías explicarle el curso a tu amiga?
Lancé una risa.
- ¿Y cómo piensa que yo voy a hacer que ella se lo aprenda?
Charlotte Nolteus firmó el registro académico.
- Mira. Yo sé que tu eres un chico inteligente. Si te interesa tu amiga puedes hacer que lea algo de Petrarca o de Sor Juana Inés de la Cruz...
Yo estaba vestido con una camisa de franela azul a cuadros y un polo medio psicodélico. Cualquiera es cualquiera, y pudo tomarme como un chibolo más entre todos en el salón (tenía el pelo largo y saludable, lleno de rulos, y también llevaba un jeans azul medio decolorado y una sonrisa estúpida en la cara) pero Charlotte Nolteus siguió voraz sus instintos.
- Dudo que yo pueda obligar a que alguien más lea... -finalicé.
Milagros metió todas sus cosas en su mochila y salió del salón haciendo una mueca indescifrable.
- Tu amiga no respeta mucho a los profesores, verdad.
Volví a reírme.
- Es un tanto rebelde.
- ¿Y tú también eres un rebelde?
- No.
Salimos. Afuera era un día helado de julio de 1997.
- Seguro te gusta leer, eres el que más interviene en clase.
Me mantuve callado.
- Lo que pasa es que yo quiero ser escritor.
- ¿Hablas en serio?
- Claro que sí.
Charlotte miró la avenida que se extendía entre árboles y postes de luz grises.
- Yo también soy escritora.
- En serio. Y como qué cosas escribes -le pregunté.
- De todo un poco, cuentos, ensayos, poesía, novelas...
Charlotte Nolteus prendió un cigarrillo. Miré a mi alrededor. Luz del día nos daba cierto aspecto.
- Ah, entonces escribes en general.
- Eso depende mucho de mi estado de ánimo, y lo demás.
Charlotte Nolteus, todavía mi profesora, paró un taxi.
- Apuesto a que has leído a Kerouac... -alcanzó a decir.
- Claro...
- Muy bien, ya me enseñarás algo que hayas escrito la próxima clase.
- Por supuesto.
Charlotte, todavía mi profesora, me dio un beso en la cara.
- Sabes, luces bastante mayor para tener...
- Diecisiete.
- Eso...
Charlotte subió a su taxi y se alejó.

Subimos rápido las escaleras caracol hasta llegar a mi segundo piso en Chacarilla. Allí nos encerramos con llave y contemplamos de cerca la marihuana brillante que habíamos conseguido. Era una hierba excelente que nos daría grandes resultados.
Marc gritó:
- ¡Vamos a fumar!
Saqué un papel y me puse a trabajar en aquel troncho. Le exigí a Marc que pusiera el disco que Bob Dylan que estaba encima de la nevera, pero no me hizo caso. Puso radio y empezó a sonar “Flaca” de Andrés Calamaro. De inmediato recordé el video clip de esa canción en MTV.
- Vamos, cambia eso.
Deshacía los moños, los hacía pedazos. La hierba había venido envuelta en un papel aluminio y estaba tan pero tan fresca que se podía oler a kilómetros de distancia.
- Pero es la canción de moda...
- Por eso mismo, cambia ya esa mierda.
Marc esperó a que terminara la canción. En realidad, todo hacía que me acordara de Charlotte. No podía esperar a fumar un poco y olvidarme de ella para siempre (como si la hierba fuera una especie de vino del olvido) saqué el papel de fumar e intenté armarlo. Fue inútil. Rompí el papel y el troncho se arruinó. Recordé una vez más el video de Calamaro de “Flaca” y aguanté las ganas de pararme y empezar a dar de tumbos por toda la habitación. Charlotte me había arruinado la vida: por su culpa me había rehusado a ingresar a la Universidad, y por su culpa estaba allí armando un wiro durante el verano, y por su culpa escribía una novela ambientada en los años sesentas...
Calamaro filmaba la ciudad de Buenos Aires desde su limosina. Leía un libro, fumaba cigarrillos, bebía mate por uno de esos aparatitos. Yo acabé de armar el wiro. Marc, que todavía llevaba aquel bividí, su ropa de baño y sandalias, se acercó.
- ¿Y tus viejos?
- Ellos no se darán cuenta. Ni siquiera suben para saber cómo estoy.
- ¿Estás seguro?
- Dalo por hecho.
Prendí el canuto y en seguida prendí el incienso.
Andrés Calamaro llega a una bahía desolada y arroja la caja envuelta en papel de regalo.
- Sigues pensando en Charlotte, ¿verdad?
Succioné una vez más ese varulo. Moví mi cabeza de arriba a abajo. La canción terminó.
- Vamos, Marcel.
Le pasé el troncho. Me puse de pié. Marc dio un par de pitadas y me lo extendió de nuevo. Bob Dylan sonreía de manera distinta. Puse el disco Highway Revisited y localicé la canción “Queen Jane aproximately”.
- Vamos, Marcel, no todo es Bob Dylan en este mundo...
Sonreí a la fuerza, hice una mueca.
- Es cierto. También hay mucha cachimba y tecnocumbia.
Me dejé caer en el sillón verde ubicado en medio de mi sala. Marc se rió. Me preguntó:
- ¿Te sientes bien?
Moví mi cabeza diciendo: no, no, no...
- Vamos Marcel, ya olvídala.
Seguí moviendo mi cabeza: no, no, no...

- ¡¡Aj!!
- ¿Qué te sucede?
- He descubierto algo grande.
Miré a ambos lados.
- ¿Cómo? ¿Qué cosa?
Milagros se tapó los labios y contuvo la respiración. En seguida estiró sus dos brazos al cielo elevado y empezaron a caer gotas de lluvia en forma de rocío por la mañana.
- Habla de una vez.
- ¿Todavía recuerdas que me dijiste que te gustaba la profesora de literatura?
Milagros rió.
- ¡Ja, ja, ja!
- No dije que me gustara. Dije que me atraía...
- Es igual. ¿Lo recuerdas?
- Claro.
- Pues tengo una lamentable noticia para ti.
Aguardé un segundo.
- Habla de una vez.
- Es lesbiana.
- ¿Quién?
- La Nolteus.
- No digas eso.
- Pero es cierto.
Miré a mi alrededor. La cafetería estaba abarrotada de gente estudiando y gente comiendo. A nuestro costado un par de chicos afeminados debatían preguntas y respuestas de su último examen. Era horrible.
- ¿Y eso qué importa?
- ¿Cómo que qué importa?
- Eso mismo. No me interesa si la Nolteus es lesbiana o no...
Milagros volvió a reírse.
- Claro...
De pronto me di cuenta que Milagros no estaba sola, tenía una amiga a su costado. Y ambas reían estrepitosamente.
- ¡Ajjj! Siempre supe que esta tía tenía algo raro en la cabeza -comentó.
- Sí, es cierto.
Ambas me miraron.
Yo volví a ensimismarme en Ponche de ácido lisérgico.
- Marcel, no actúes como si no te importase -dijo Milagros después de un rato.
- Es una gran noticia -opinó su amiga.
- Esa Nolteus es una enferma total -añadió otra.
- Hay que tener mucho cuidado, chicas. No nos vaya a violar.
- Ahhh, no... -exclamó Milagros- Yo no vuelvo a entrar a su clase. Ni loca.
- Sí amigas es cierto.
- Una pregunta... -Una chica de lentes, completamente horrible, se acercó a la mesa- ¿Alguna de ustedes sabe qué es un ganglio?
- ¡Un ganglio!
Intenté mantenerme sumergido en la lectura.
- ¿No es algo del aparato reproductor femenino?
- No, no, no...
- Yo tengo una tía que dice que tiene cáncer de eso...
- Ah, ya sé. Un ganglio es eso que se mete la Nolteus por la vagina...
- No hablen huevadas -les dije.
- Aquí dice que un ganglio es una especie de pelota carnosa...
Tomé mis cosas y apuré el paso.

En la casa de Walter, durante aquella tarde de invierno en la que se fue la luz en 1999, prendimos una de aquellas velas que compré en la bodega y nos pusimos a fumar otro poco más de hashís de mi pipa.
Walter tosió estrepitosamente.
- ¡Cock! ¡Cock! ¡Cock!
- Tranquilo amigo -susurró Gustavo.
Walter se puso rojo como un tomate y desapareció en su cocina buscando un poco de agua mineral.
- ¿Y qué es de tu novela, Marcel?
La luz de las velas era tenue y le daba a la escena un aire desolador. En casa de Walter todos estábamos con miedo por la inminente llegada de sus padres y el olor a hashís del lugar. Inserté un par de mis pilas en una radio portátil y empezamos a escuchar interferencia.
- Estoy dándole los últimos toques finales...
- Ya veo.
Y en seguida:
- Ha sido un camino difícil, ¿no?
Moví mi cabeza de arriba a abajo, agregué:
- Ha sido un camino largo y sinuoso...
Permanecemos callados ante la oscuridad de la habitación.

Seguí fumando. La habitación se llenó de humo en escasos minutos. Contemplamos una serie de sombras extrañas y apocalípticas que se formaron alrededor nuestro. Bob Dylan cantaba: “When your mother sends back all your invitations” y Marc sostenía con una sola mano el control remoto y lo manipulaba (a pesar de que la televisión estaba en una habitación aparte) completamente ensimismado en eso, apretando botones y haciendo muecas burlonas.
Finalmente Marc dejó el control remoto a un lado y se puso de pié.
- Estoy muy drogado, mejor me voy a casa.
- Ya, no seas gay...
Yo todavía le daba las últimas pitadas a aquel cigarro de marihuana enorme entre mis dedos.
Marc miró por un segundo la nada.
- No sé...
Y en seguida.
- Creo que nada tiene sentido.
Pensé un minuto en Charlotte.
Seguí marchando sobre mis ideas en mi intranquilo cerebro.
- Claro que tiene sentido...
Di tumbos por aquí y por allá. Manipulé mis cuadernos donde tenía escrito un primer capítulo (el primero, el primer capítulo después de años de intentarlo) y le dije que esta era una historia fascinante acerca de un chico que se vuelve hippie y estudia en Berkeley...
- Sí, pero no es más que literatura.
Di un par de saltos. Finalmente me entró una ansiedad atroz e invadí la cocina y nos pusimos a comer. Saqué una pieza grande de salame y la partimos en pedacitos.
- Marc, yo tengo un miedo atroz a quedar en el olvido... -Partimos un pan tolete e hicimos un montón de comida.- Imagina, después de haber vivido todo lo que he vivido, todo lo que he sufrido. Perderse en el olvido... ese es el temor más grande que tengo en el mundo...
Miré a mi alrededor.
- ¿Crees que nos sirva para algo? -preguntó.
Marc estaba con los ojos muy rojos, como si hubiera estado llorando, y parecía asustado.
- ¿Qué cosa?
- Tanta hierba...
Muy tarde a la noche, volvería a fumar. Escribiría demasiado poco y me iría a dormir angustiado. Pero cuando Marc me dijo aquello, agaché la cabeza y miré largo rato el piso.

“QUÉ TRISTE SERÍA MI VIDA SIN TI” dice una pared blanca de ladrillo, ruinosa, en una de las primeras cuadras de la avenida Primavera.
El atardecer dura varios minutos. Sin pensarlo he quedado enfrascado en una luminosidad grotesca. La gente no deja de estar en movimiento. Alrededor mío todos son caras y bocas (pero llevan diferentes atuendos y tienen distintas maneras de caminar este verano).
Yo solo recuerdo:
- Marcel.
- Profesora.
- Leí su texto.
- En serio.
- Creo que tienes mucho talento.
- ¿Usted piensa?
- Eres demasiado idealista.
- ¿Pero eso es un problema?
- Puede ser un gran problema.
Asentí.
- Pero en su caso, yo lo veo...
- Usted lo ve...
- Por favor, Marcel, ya deja de tratarme de usted.
Miré la pista y el asfalto.
- ¿Cómo decirlo? -Charlotte hablaba demasiado. Estaba vestida muy mal (llevaba un saco marrón y unas sandalias) y la gente a mi alrededor siempre la miraban con ojos desorbitados, como diciendo...
- ¿Por qué?
- Por qué qué, profesora.
Meneo la cabeza, y su pelo rizado y abultado en su espalda se movió con ella. En realidad parecía una chica loca de los años setentas como una Virginia Woolf liberada de todo prejuicio, o una protestante de la universidad de Berkeley en los años sesentas...
- Tu tema, Marcel.
- Así que es mi tema.
Charlotte Nolteus sonrió.
- Me refiero a que tu tema es muy extraño. Es muy raro, en sí, que alguien escriba...
- ¿Extraño por qué?
- Quizás por la época...
- Entiendo.
- Tiene muy poco que ver con tu entorno.
Y en seguida Charlotte divagó.
- Pero eso no quiere decir otra cosa que tienes una gran capacidad de imaginación.
Sonreí.
Charlotte Nolteus preguntó:
- Dime, te apetece comer algo.
Me alarmé. Milagros y algunas amigas suyas miraron la escena excitadas.
Volví a sonreír.
- ¿Qué dices?
De repente me encontré muy confundido. Miré el KFC detrás mío. Charlotte Nolteus observó a Milagros y a sus amigas con una expresión desconcertante, era como si nada en el mundo le interese lo suficiente. Excepto yo.
- ¿Un café?
Meneé la cabeza.
- Sale.
Charlotte Nolteus paró un taxi y nos alejamos.

¿Para qué estar bien?
- No pienso quedarme viendo Starsky & Hutch todo el día.
Se puede estar mal. Pero nunca es suficiente. Puedes sentarte frente a la PC e imaginar que tienes un mundo de probabilidades a tus pies. Puedes hacer eso, y muchas otras cosas más (como escribir poemas todo el día o mirar el hilo conductor de las cosas) pero nunca es suficiente, siempre está de más. Siempre hay alguien aguardando algo. Haga lo que haga, siempre va a estar de más si no me siento a escribir mi novela.
- No pienso quedarme viendo Starsky & Hutch todo el día.
Mala actitud la mía esa de pensar en Charlotte y repetir constantemente en mi cerebro que es una puta. Ya es invierno de 1998 y todavía no recibo noticias. Nadie ha llamado a preguntar nada, nadie a llamado a nadie. Nadie ha estado tan solo en el mundo. Nadie intentó jamás escribir con tanto ahínco. A nadie nunca le interesó nadie.
- No pienso quedarme viendo Starsky & Hutch todo el día.
No quiero pensar que mañana más tarde ella vendrá y yo seguiré aquí esperándola.
- No pienso quedarme viendo Starsky & Hutch todo el día.
Cuando me llame por teléfono yo ya voy a estar estudiando en la Universidad (será agosto) y voy a estar exactamente igual que ahora (sentado frente de mi PC escribiendo como un degenerado, con el pelo revuelto y confundido entre personajes imaginarios de un sábado nublado en que me desperté tarde, cerca de las once) y caminaré impaciente entre montañas de ropa usada y montañas de ropa limpia sin planchar, me revolcaré entre papeles indescifrables y desistiré en mi lucha contra el sueño. Caeré tendido encima de la luz blanca del mediodía (exactamente igual a la luz estroboscópica de las tres de la mañana) y repetiré:
- Aló.
- Marcel.
Deletreará palabras como he-venido, estoy-en-la-maldita-ciudad, quiero-verte, te-he-extrañado. Y yo todavía incrédulo le diré entre dormido y aliviado que no sé nada, que ni siquiera sé que mierda de hora es y que anoche las cervezas y las putas, que John Martínez me llevó a tientas por el jirón Quilca buscando algo bueno qué fumar, y terminamos en un cabaret extraño llamado “La Gruta Azul” en donde muchas putas bailaron y se quitaron su ropa interior de plástico.
Le preguntaré exactamente qué es lo que quiere:
- Quiero verte.
Asfixiaré mi malestar con saliva. Vomitaré flema acuosa. Recordaré los pocos minutos en los que Charlotte Nolteus y yo fuimos felices confundidos entre recitales de poca monta, libros y conversaciones inútiles cerca de mi particular punto de vista con respecto a la literatura. O aquella vez que miraba el humo ascendente de su cigarrillo y le pregunté:
- ¿Qué sucede?
Y ella me dijo:
- Nada.
- Ha pasado mucho tiempo -le diré por teléfono- y he sufrido mucho angustiado, esperando este momento. Sé que estás radiante y sé que quieres volver, pero deberías tener un poco de compasión y pensar en mí...
O sino:
- Ha pasado mucho tiempo y muero de ganas de verte aunque sea un instante.
Pero en cualquiera de los dos casos yo termino mal.
Y mientras esto no sucede intento ambientar una escena imprescindible de mi novela este sábado muerto de cielo gris y abandono. Mientras Charlotte Nolteus no llama yo puedo confesar un amor inusitado ante su terrible ausencia.
Pero qué trato de decir con todo esto...
¿Para qué estar bien?
- No quiero que te dignes a venir aquí por pena o por soledad...
El teléfono inalámbrico suena.
- No quiero que suene el teléfono y pensar que eres tú.
Cuando contesto la señora Beltrán ya ha descolgado y me dice: Marcel, es para ti. Sugiero un par de cosas de las que he pensado antes, pero no las organizo bien. Y Charlotte lo único que me dice es:
- No pienso quedarme viendo Starsky & Hutch todo el día.

Nos sentamos en un parque cerca a Casuarinas, donde los automóviles no llegan con tanta furia y la calle luce desolada. Yo digo que se parece a Chaclacayo por las paredes de ladrillo rojo y las enredaderas que hay a continuación. Y este parque: extraño, pequeño. Tiene unos cinco metros cuadrados de concreto y una pared también de ladrillo (pero después de esta pared ya no hay nada, y vemos de allí el cerro Casuarinas desde lejos) pero yo solo pienso en seguir caminando y seguir fumando este poco de hashís y olvidarme de todo el mundo para siempre. A mí nadie nunca me ha servido para nada.
Nos sentamos y prendemos con mi pipa otro poco de hashís y fumamos. La ciudad está a oscuras.
Entonces les explico un poco lo que me pasó con Charlotte. Les hablo de todos los libros míos que ella tiene, de todas las cosas mías con las que se quedó. Algunas cosas que están en su casa, aquí en Lima, y otras tantas cosas que se llevó al Cuzco. Finalmente les digo que hay mujeres, chicas excelentes con las cuales acostarse por una sola noche. Hay momentos en la vida, hay algunos besos que uno quisiera congelarlos en el tiempo. Incluso, hay veces, en las que uno prefería no haber fumado, ni haber tomado nada, para así recordarlos mejor. Y hay mujeres a los que uno les da todo en esta vida y lo único que hacen para remediarte un poco la vida es comprarte una estúpida pipa para que te sigas matando los pulmones.
Gustavo asiente y vuelve a prender la pipa. Nuestras caras de iluminan un solo instante.
- Llega el momento en que uno no sabe qué es mejor y qué es peor.
Hay amores que duran un minuto, y hay situaciones en las que uno no quisiera estar involucrado.
Walter asiente.
- Así se dice, amigo.
Una luz amarilla en el parque nos hace volver a la realidad. Una camioneta Serenazgo lleva las luces prendidas y zigzaguean unas con otras en un tono azul en la estrecha calle. La camioneta avanza lento. A continuación los muchachos y yo cogemos nuestras cosas y decidimos huir.

Acelerado, intenté calcular la edad de Charlotte. No pude hacerlo. Yo era demasiado joven en cualquier caso. Me había traído en taxi y me había sentado en un café en el centro de Miraflores. Con las justas pude balbucear un par de “gracias” “gracias” pero nada de esto la detenía ni la hacía pensar por un segundo qué estaba haciendo. Charlotte Nolteus seguía voraz sus instintos.
Y en lugar de actuar de manera normal, decías cosas como “cuando se puede, se puede” pero eso no significaba nada, y tampoco tenía la más mínima lógica, en realidad, no encajaba en ningún tipo de contexto.
- Exactamente, ¿qué me has pasado?
- ¿Eh?
- ¿Qué es lo que me has dado? ¿Un cuento, una novela?
- Una novela.
- Guau.
Miré la calle. El parque Kennedy estaba sumergido en una inmensa neblina.
- ¿Y cuándo la vas a terminar?
Me reí.
- Ni idea.
Charlotte prendió otro cigarrillo. Había apagado uno y ahora prendía otro. Eran cigarrillos caros. Me miró a través de sus lentes de monturas negras y agregó:
- ¿Estás disgustado por algo?
- No... no, es solo que no vengo a lugares así siempre.
- ¿Por qué?
- No sé. Creo que hacen sentir extraño.
- Ya veo. ¿Cuánto es que tienes?
- ¿Qué?
- ¿Cuántos años...?
- Diecisiete, ya te lo había dicho.
- Sí. Tienes razón.
Hubo un silencio.
- Una pregunta.
- Dime.
- Tú ya has publicado...
- Sí.
- ¿Qué cosas?
Charlotte hizo equilibrio con la ceniza de su cigarrillo, la llevó hasta el cenicero y la tiró.
- Un poemario.
- Ah.
Y en seguida:
- ¿Y qué tal?
- ¿Qué cosa?
- El poemario.
- ¿Cómo que qué tal?
- No sé.
Charlotte me miró a los ojos.
- Digamos que pasó algo desapercibido.
- Mmm...
Eso podía significar muchas cosas.
- También publiqué, hace poco, una docena de ensayos...
- Aja.
- Acerca de la mujer y su entorno.
- Claro.
- Este no pasó tan desapercibido. Lo publiqué con una editorial más o menos...
- Ya.
Dio una calada a su mentolado. Movió la cabeza. Llegaron con los cappuccinos y volví a agradecer sistemáticamente al mozo y a Charlotte. Ambos me miraron fuertemente desanimados.
- Oye, Charlotte, lo lamento mucho.
- ¿Qué cosa?
Y en seguida:
- No tienes que lamentarte por nada. Nunca.
Pensé en eso un segundo.
- El solo que, esto...
- ¿Qué cosa?
- El lugar -murmuré- no me gusta.
Charlotte se angustió.
- ¿De qué estás hablando?
- No sé.
Le conté que sufría paranoia, problemas para reaccionar correctamente el lugares públicos, mi interior dramatización de los actos, mi sensibilidad artística, mi vocación de escritor y mi inminente visión adolescente de las cosas. Que cada vez que entraba en un lugar como aquel café en el centro de Miraflores, me sentía como un punto negro que resaltaba entre todos, produciendo reacciones desagradables. Porque mi camisa, así como mi pantalón y mi casaca no coincidían con los de los demás. Mi propio cerebro intranquilo no coincidía con el de los demás. En el fondo yo no era más que un hippie que no se bañaba.
- ¿No te bañas?
Charlotte sonreía. Nunca pude diferenciar con ella entre una sonrisa amarga y una sonrisa normal. Pude interpretar entonces su cuerpo y rescatar de él lo más importante. Eran sus gestos, sus ademanes, y el interminable impulso de sus palabras y de sus actos.
Moví mi cabeza de un lado a otro.
- Lo que pasa es que escribir me es muy difícil. Intento dar lo mejor de mí, pero no sé...
Charlotte acaricio mi cabeza, dijo que estaba bien.
- Todavía eres muy joven. Vas a ser grande, créeme.
Eso podía significar cualquier cosa, en realidad.
- Sí pero el tiempo se acaba.
- ¿Cómo que se acaba?
- Todo. El mundo se va a acabar.
- El mundo no se va a acabar.
- Eso es lo que tu crees.
Charlotte Nolteus rió. En seguida se tranquilizó un tanto y prendió otro cigarrillo. Volvió con tono sombrío. Me preguntó por mí, por dónde vivía. Dónde paraba. Qué tipo de cosas hacía el fin de semana. Me preguntó si iba a recitales, si tenía alguna revista, si había participado alguna vez en algo, si era comunista, qué pensaba de Mariátegui. A todo le respondí con un montón de ambigüedades. Finalmente acabamos el cappuccino y Charlotte y yo nos pusimos de pié.

Le pregunto a Milagros un día antes del examen de admisión que cómo averiguó que Charlotte Nolteus era lesbiana. Ella parece no hacerme mucho caso en un principio, pero en seguida se acerca inesperadamente y me cuenta que tiene un amigo cercano cuya tía resultó ser Charlotte.
Este amigo suyo vive por Surco, no muy lejos de aquí, dice. Y este chico nunca pareció estar muy interesado por nada en el mundo, pero cuando Milagros le contó que tenía una profesora de literatura con dichas características, se le iluminaron los ojos.
Yo le pregunto que cómo así sucedió todo, e indago un tanto en mis propias ideas con respecto a ella y al supuesto sobrino de Charlotte. Exijo más información. Milagros me dice finalmente que este amigo suyo, junto a una de sus primas, sobrinas directas de Charlotte Nolteus, han divagado muchas veces acerca del tema y aseguran conocer todos sus secretos.
Yo le pregunto que cuales secretos. Que solo quiero saber por qué insisten tanto en que Charlotte es lesbiana, y si es así, ¿qué tiene que ver con todo esto? Milagros me mira confundida.
- Escucha bien -me dice-, te lo explicaré todo.
Milagros me mira sobresaltada.
- Continúa.
- La mamá de Charlotte siempre fue pobre. Enviudó. Tuvo una primera hija a la que llamó Malena. Finalmente... algo pasó. Se volvió a casar con... su jefe, un tal Nolteus. Bueno, la cosa es que tuvo una segunda hija. Hasta ahí todo bien. Su primera hija se casó con Victor Augusto Ramallo, un viejo, uno de los tipos fuertes del gobierno. Cuando nadie se lo esperaba, nació Carla...
- ¿Carla?
Milagros sonrió.
- Sé bastante, ¿no?
Moví mi cabeza de un lado a otro. En el patio de la academia horrible donde estudiaba había un montón de gente caminando sin dirección. A nadie le interesaba nada.
- ¿Entonces?
- Entonces nada. Eso es todo lo que sé.
Milagros continuó su camino. Miré por última vez la punta de mis zapatos. Qué era todo esto. Una broma absurda, un complot en contra mío. Y por qué anoche había soñado con un camino lleno de hojas de otoño, en un parque abandonado, donde tomé a Charlotte de la mano (yo estaba vestido con un saco oscuro y un jeans desgastado) y la llevé por un sendero sinuoso que no nos devolvió a ninguna parte.

Me dijo que tenía veinticinco años y se detuvo sobre sus mismas palabras. Yo le dije que no tenía primer capítulo para mi novela y me noté visiblemente contrariado. Ella me dijo que la próxima semana acababan clases, que se iba al Cuzco, que tenía una novia y una relación qué mantener. Dice que su próximo golpe es un cuento largo. Dice que tiene que trabajar en ello. Es inminente. Me cuenta que se fue de su casa más o menos a mi edad. Que su primera novia fue una gorda que conoció por correspondencia y de ella solo se acuerda su primera ida al Cuzco, los golpes en la pared cuándo se negó a meterse a la cama con ella y las noches en que imagino que todo iba a estar bien. Que las cosas, cuando intentas traerlas a la realidad son muy difíciles y muy distintas a como uno las imagina en el papel.
Finalmente, Charlotte tambalea un poco ante el atardecer de la ciudad y me mira. Yo agacho la cabeza y observo la punta de mis zapatos con ansiedad.
- No todo es tan bueno -le digo- no todos somos iguales nunca.
- Es cierto.
Y en seguida.
- Estoy tan cansada. Lima es tan distinta a París.
Afirmación con la cabeza.
- Lima es tan difícil.
Charlotte dice:
- Me haces sentir tan vieja

martes, enero 18, 2005

Posibles consecuencias de una mentira piadosa

I.
Lloro por este silencio y esta caries rota
este segundo arrastrado
(los ideales de un lunático,
son siempre la comidilla del pueblo)
Lloro por las huevas,
no hay razón aparente
Gonzalo, tú no estás en lo correcto.
Aíslo esta queja con sarro
nada debe quedar fuera de lugar.
Un ojo en la cerradura de la puerta (¿?) es odiar
la instrumentalización voraz de tus actos.
Te ves tan mal tratando de construirte un mundo
mejor.
Odio la belleza humana,
es tan frágil.
(Aún escucho tu voz,
y siento tus manos aquí conmigo)
¿Por qué no has llamado?
No te pareció suficiente mi queja
pararé otra vez el autobús, intentaré no
tenerte rencor.
Siempre el que termina mal
termina mal.

II.
Desperté temprano en la mañana e intenté mantenerme alejado de ti.
Compré el periódico, -estoy harto del presidente, harto de sus problemas, harto de todo esto-
Rebusqué entre mis sábanas y leí a Ginsberg bajo este sol de verano del dos mil cinco.
Recorrí la ciudad buscando marihuana y finalmente caí en la oficina central de la editorial con César y Gisela intentando ubicar al editor de un próximo e inminente éxito literario.
Finalicé mi ayuno con pescado crudo en limón y cebolla,
manejé mi comportamiento con mate de coca hasta las cinco de la tarde.
Robé a mi madre algunas monedas y salí a fumar y a pasear al perro
esperando así alguna actitud diferente de parte nuestra.
Estoy tan cansado de esto -es verdad
estoy tan cansado de escribir
y de hablar todo el tiempo de lo mismo.
Estoy tan cansado de mí, soy tan hedonista
tan poco humano.
Antes de caer la noche te llamé:
“Aló, ¿cómo te va? Sé que tienes que hacer
hartas huevadas, sé que no tienes tiempo para mí
o para hacer nada. Eres una chica
tan ocupada
y tan mayor.
Lo siento, está bien. Me llamarás luego, lo tomaré en cuenta”.
Y divagué mi triste existencia
por todo mi mundo,
de Calamaro y poesía beat
Pero al final,
qué importa todo, qué importa Calamaro
y qué importa la poesía beat?
Un rayo de luz atravesó mi cerebro cerca de las siete de la tarde.
Como no llamaste me digné a estar solo con todo esto
invadiéndome.
Me siento tan estúpido escribiendo una novela - me siento
tan estúpido y angustiado.
Escucha, no todo en esta vida es obligado,
no todo en esta vida es Trabaja, Estudia, Progresa, Sé un buen
peruano.
No todo en esta vida es Taller e Institución, también hay algo
que se llama Gonzalo Casusol
y muere.

III.
Tiene casi diecinueve años y es un idiota total
se pasa la vida intentando asentarse, intentando escribir como un loco
porque siente que el tiempo nunca es suficiente y que ya no puede aguantar
un segundo más sin golpear su teclado.
Gonzalo Casusol siempre ha sido un hijo de puta mentiroso y arrogante,
ha golpeado a su padre y a su madre tantas veces como ha sido necesario,
con tal de escribir un poco mejor.
Ha estudiado la mayor parte de su vida, y nunca logró descifrar con precisión
qué carajo significaba X.
Pronto Gonzalo Casusol morirá.
No vivirá lo suficiente.
Fumar tanta hierba lo tiene jodido,
así que no hay que preocuparse
apenas va en el capítulo VII de su novela (un bodrio ininteligible,
estúpido e impublicable)
y no sabe qué más hacer con su vida.
Se ha estancado
se ha puesto a escribir poemas,
otra vez, como un idiota.
¿Necesita desahogarse un poco, señor?
¿Desearía golpearme el rostro otra vez con esa
gran cadena?
Oh Dios, aquellos días han regresado.
Han vuelto, transformados en bilis
pero han vuelto.
Volvieron para quedarse -y yo no sé qué hacer.

sábado, enero 15, 2005

VII.- Gustavo Petrovich´s illumination

Lunes 8, 0:30 - 1:58 a.m.
Lourdes cocinó para mí y para Julián sin decirnos nada, como ya es costumbre; la noche estaba igual que siempre, agotadora. Salí a dar vueltas y a fumar por los alrededores sin avisarles nada.
Poco a poco las luces de los postes de luz se fueron achicando. Jóvenes chicas de trece o dieciséis años querían entrar al Centro Comercial sin ningún motivo aparente, cerca de la una. Les dije que se fueran. Donde vivo no hay chicas así. Cosas cayeron del cielo.
Federico Ramallo llegó a su casa igual que ayer, 1:26 de la mañana. Todas las luces estaban apagadas. A las 1:39 volvió a salir. 1:42 la luz de su habitación se apagó.
No he conseguido información con respecto a Víctor Augusto Ramallo, sobrino nieto del sujeto investigado. Según tengo entendido, ya se me informará.
Cuando regresé a la guardia mi comida estaba fría. Sopa de cabezas de pescado. Le pedí a Lourdes que por favor me lo calentara.
- ¿Que te lo caliente? Ya. Préstame tu microondas pues...
Lourdes y Julián ahora son novios.

Una vez que Walter se fue, acumulé las fuerzas suficientes como para volverme a hundir en la luz densa de mis noches, sin más armas que mi cerebro y mis instintos.
Volví a ensimismarme en mi trabajo.
No entiendo exactamente el motivo de mi desesperación, pero tampoco lo cuestiono. Me pongo de pié, tras la oscuridad de mi casa desierta, con los ojos rojos-despeinado-y-sumergido en una taza de café y un cenicero roto. Rodeado de una luz tenue... La carátula de La máquina de follar de Bukowski y los fantasmas de los sábados por la noche...
Apago la computadora, grabando el material y desconectándola de un tirón. Tomo un poco de mi vaso de oporto, a eso de la medianoche, bebiéndolo de a pocos, y suspirando por mi habitación, experimentando miedo al cansancio. Tomo asiento frente a mi PC una vez más antes de proceder a quitarme los zapatos y las medias, cuando de repente mi alma se balancea en la oscuridad y cuelga de un hilo... -Toc, toc, toc...- Me pregunté si sería real...
Me atraganté
- ¿Qué sucede?
Silencio.
- ¿Estás bien?
La música ácida estaba un poco alta. Escuchaba el disco número tres de el salmón. La apago.
- ¿Qué pasa, Tomás?
- Abre.
Me cago de miedo. Empiezo a temblar. Cojo el pedazo de troncho que quedaba en el cenicero, lo aprieto con fuerza. De pronto me encuentro desesperado. -Toc, toc, toc.- Lo arrojo debajo de la cama.
- Gustavo ¿qué sucede?
Abro con cuidado.
- ¿Qué te pasa, Tomás? ¿Qué quieres?
- ¿A qué huele?
Me tropecé (mentalmente) y me quedé mudo. No sabía qué decir.
- ¿Qué has estado haciendo?
- He estado escribiendo...
Entonces me pregunto si lo que mi hermano quiere saber es si he estado fumando, drogándome. Me pregunto si lo que quiere es ser sagaz, como el detective Maigret de las novelas de Simenon o aquel personaje de Agatha Cristie, que ahora no recuerdo muy bien cómo se llama pero que...
Tomás empezó a inquietarse. Empezó a rebuscar entre algunas cosas.
- Oye, te estoy hablando...
- ¿Qué es lo que quieres, Tomás? ¡Vete!
Mi hermano articula un par de palabras pero es como si no dijera nada. Tengo que leer sus labios. Voltea la mirada y mueve la cabeza de un lado a otro, angustiado.
- ¡Más vale que te vayas! -Grité.

Titular del diario La Grande:

LOQUITO SE SUICIDA EN COMAS POR MUCHO QUESO Y AMOR FRUSTRADO

Esta mañana la encargada de limpieza del Hostal “El Rocotito” en el populoso distrito de Comas encontró el cuerpo inerte y sin vida de Guilder Aguilar Peña (29) quien se habría suicidado la madrugada de ayer tras injerir altas dosis de veneno para ratas diluido con cerveza. En su poder, se hallaron, entre otras cosas, sus documentos, algunos quetes de PBC (Pasta Básica de Cocaína) junto a una agenda azul que sería la prueba fehaciente de los fuertes trastornos mentales del sujeto.
“Guilder Aguilar Peña sufriría de esquizofrenia y sería maniaco depresivo” expresó el Fiscal de turno.
Otros investigados son Lourdes Rincón Gutiérrez (27) y Julián Inga Pérez (30), pareja de amigos con quienes compartía Guilder Aguilar Peña la pensión de un departamento en la avenida Aviación. La pareja afirmó no saber nada de los problemas del suicida en potencia que fue en vida su amigo.

A la mañana siguiente desperté como quien despierta de una cura de sueño. Te drogan y te duermen hasta que todo pasa. Apagué el despertador antes de las diez y permanecí en mi cama hasta las once de la mañana. Luego, antes de salir de mi habitación, prendo la computadora y me dispongo a seguir escribiendo el proyecto literario que mantengo en mente desde hace algunos días. Luego me tumbo en la cama y sigo durmiendo sin haber escrito palabra. Cuando me despierto son más de la una. Nadie me avisó para almorzar. Cuando bajo, Tomás no se interesa en saludarme o saber cómo estoy.
Paso a buscar a Marc, que estaba inclinado frente a su PC haciendo muestras de pistas sonoras. En una de ellas sonaba la voz de Walter hablando por teléfono. La voz era narcotizante. Se escuchaba al fondo un leve blues. Luego otra voz decía: “Espere unos minutos, por favor...” y entonces se escuchaban una cumbia o algo por el estilo.
- ¿Qué tal? ¿Te gusta?
- Está muy bonito, Marc.
Hubo una pausa.
Marc no despegaba los ojos de su monitor.
- Hacer pistas es la voz ¿no?
- Si a ti te gusta, a mí me parece bien.
- Hay que hacer mezclas como Calamaro en el salmón, ¿verdad?
- Sí. Es buena idea.
Entonces Marc se quedó mirándome, como esperando algo.
- Es... ¿cómo se dice?... ‘buena honda’... -agregué.
- Así que es buena honda.
- Exactamente.
Marc se puso de pié.
- ¿Qué sabes de Walter? -Me preguntó.
- Ayer estuve con él.
- ¿Y Marcel?
- Nada, de él si no sé nada. Debe estar en su casa.
- Bueno. Hay que ir a llamarlo, pues.
Interpuse un dedo índice en su cabeza tapándole la cara a Marc.
- No... No hay muchas ganas de eso, en realidad. ¿Sabes?
Mi dedo era un primer plano.
- ¿Qué?
Me senté en las gradas junto a su jardín. El día estaba plomo y sin gracia. Le pregunté si tenía agua, a lo que él me respondió que en el baño debía de haber un montón.
Y en seguida:
- ¿Qué te pasa, Gustavo? ¿Por qué esa cara?
Marc seguía sentado frente a su computadora limpiándose las uñas con una navaja de afeitar. Llevaba una camisa azul, un blue jean y unos anteojos de sol negros a la altura de su cabeza.
- Ayer discutí con mi hermano.
- ¿Por qué?
- No lo sé... es un idiota.
- Te encontró fumando seguro pues...
- No, nada que ver.
- ¿Entonces?
Hice una pequeña pausa, y una seña.
- Olía un poco nomás.
- Ya ves...
Marc puso otra mezcla.
En ella se escuchaban cuchicheos que había grabado mientras su hermana hablaba con una amiga por teléfono. Nada más se escuchaban murmullos y las voces eran lejanas. También habían frases como ¿qué clase de rico será? y sonidos aleatorios.
- No sé pues Gustavo, hay que ser bien cojudo para que te encuentren fumando en tu cuarto. Ese es tu problema pues...
- ¿Qué?
- Ya escuchaste, ya.
- ¿Qué?
- Oye, Gustavo.
- ¿Qué? ¿Qué quieres?
- Dame el nuevo número de Lucciana...
- Pero qué tal hijoputa eres.
Marc rió.
- La vas a llamar, ¿no? le vas a suplicar tu perdón -le increpé.
Me tranquilicé un poco. Marc hizo una mueca endemoniada. Cambió la ventana que estaba abierta en su PC y puso algo de música New Wave.
- Es para que Walter debute -arguyó.
- No mereces el amor de tu madre.
- Gustavo, no seas egoísta.
Saqué de mi billetera el número. Me puse a gruñir en una especie de animalización. Marc también se puso a hacer sonidos extraños y a grabarlos por un micrófono. También hacíamos algunas muecas.
- Aquí está -le dije, extendiéndole el número.
Su habitación estaba casi en penumbras. Nos había alcanzado la noche.
- Apuesto a que la vas a llamar apenas me vaya.
- No me conoces, sujeto -musitó Marc.
Cuando por fin cayó la noche en la ciudad y en mi barrio, los árboles se volvieron oscuros y los postes de luz encima del asfalto se ciñeron sobre mi cabeza, amarillentos. Sin duda, no había rastro alguno de civilización a kilómetros de distancia. Walter recibió por teléfono los siete dígitos que conformaban el nuevo número de Lucciana. El verano comenzaba rápido y sin ganas. Salí de la casa de Marc a caminar algunas cuadras sobre el cemento frío y un diciembre inquietante, un cielo plomizo que uno casi puede tocar con las manos...
- ¿Y tú no?
- ¿Y ahora qué?

Miércoles 11, 15:12 - 18:03 p.m.
Sigo al señor Ramallo en el Toyota Célica que me han dispuesto. Es mucho más fácil y mi trabajo es un 80% más eficiente. Ahora me dedico tiempo completo a él. Amenazaron con matarme si es que daba un paso en falso. Me dieron dinero,. Luego me golpearon. El Partido no acepta traidores.
Me dieron un revólver. Balas. Me exigieron un itinerario. Quieren que lo apunte todo. A qué hora caga. Cuántas veces se tira a su trampa, cuánto se demora en eyacular, etc. Desde ayer no lo pierdo de vista ni un solo segundo. Casi ni puedo dormir. Víctor Augusto Ramallo siempre está presente. Siempre ahí, ahí, ahí. Justo en la mira. Podría matarlo. El Toyota Célica huele a yodo y a mar, sólo capta música del recuerdo y fumo mucha PBC mientras manejo.
Ramallo va al banco. Compra huevaditas para la trampa, va donde ella en un departamento en San Borja. Se demora más que todo en pagar y es lo único que hace durante el día. Sale 17:19 del departamento sujetando su pantalón con fuerza.
No he vuelto a dormir en casa con Lourdes y Julián. Creo que no tengo motivos para volver. Todos mis sueños de escritor se van muy rápido al carajo. Tengo casi treinta años. Mido uno cuarenta. Me llamo Guilder Aguilar Peña. ¿Para qué volver a casa? La chica con la que me quería casar y mi amigo homosexual no me esperan.

- ¡Gustavo!
Intentaba engullir esa empanada.
Me incomodé. Moví mi cabeza aproximadamente 90 grados.
- ¡Qué pasa!
- ¡Vamos! -masculló la Hilacha, apurando el paso, con una sonrisa en su cara que era una esvástica.
Mis padres no cocinaban entonces. Tampoco lo harían hasta años después. En esa época todavía debía estar aquella cocinera que preparaba empanadas y ensaladas dulces, y ambas cosas las guardaba en sendos recipientes que luego mi mamá calentaba en el horno microondas y envolvía en una especie de papel marrón cada mañana antes de salir a clases.
Mi lonchera roja tenía en la parte superior figuritas de colores fosforescentes, de personajes de la época, y de seguro en aquellas figuritas también habían imágenes obscenas, de ésas que circularon por los colegios particulares de la capital (Garbage Pails Kids) y yo transpiraba, agitaba mi lonchera al sol, cosa que decía me hacía achinar un tanto los ojos al hablar:
- Qué es lo que quieres.
La Hilacha sonrió. Luego hizo un gesto, un ademán extraño con la punta de su zapato negro. Y dijo:
- Nada... sólo acompáñame a comer.
La Hilacha consumía un paquete de galletas diariamente. Era sumamente flaco y se juntaba conmigo los últimos años que transcurrieron en aquella época que algunos reconocen como primaria. Yo solo recuerdo que después de eso empezó a escuchar grupos como Luezemia y rock del Agustino y el resto es historia.
- Oye, Gustavo. Véndeme tu empanada, pes...
- No. Hilacha, no corre...
Por lo general me salía una voz demasiado aguda, medio gangosa, que no me gustaba, era como de mujer.
- Ya pues, no seas gay.
- Tengo hambre.
Abrí mi lonchera roja y continué comiendo.
Los demás seguían en el salón de clases, o almorzaban en el comedor del colegio. Las chicas que aguardaban afuera, en el jardín, comían aún sentadas en pequeños grupos dispersos en varias de las banquitas junto a la enorme canchita de césped. Otros muchachos (no como la Hilacha o yo) tanteaban los primeros pases de fútbol en la cancha de cemento fría: corrían, le daban grandes mordiscos a sus hamburguesas y panes de jamón y queso...
Pero mi empanada tenía algo especial (además de limón y pasas dulces) y la Hilacha, que en realidad se llamaba José, lo sabía, y mostraba un tanto los dientes delanteros al hablar.
Miré mi uniforme raído, y mi camisa marrón que ya lamentaba las horas transcurridas durante el día.
Entonces él (la Hilacha) me miró.
- ¡Ya pues! -se abalanzó sobre mí de pronto- ¡qué es lo que quieres que te de por lo que te queda!
- Dame dinero -le dije.
La Hilacha enmudeció.
- Pero si sabes que no tengo...
Y luego, después de unos minutos:
- Toma. -Alcanzándome una pequeña cajita rectangular de metal.- Allí hay diez cigarrillos mentolados.
Era una cajita de lata pintada con una especie de tinta negra, donde estaban pegados todo tipo de figuritas extrañas (figuritas sobretodo asquerosas, oscuras, que ya nadie tenía).
- Bueno, supongo que esto podría ser.
De regreso, aún no había tocado el timbre, caminamos a tientas por un estrecho canal junto al jardín y un muro. La Hilacha, después de comer, dijo satisfecho:
- Bueno... Hay que fumar un poco... ¿no crees?
A lo que yo dije:
- Sí. Podría ser... podría ser -Y luego (aún sin dejar de mirar la latita) agregué- Fumar quita el hambre ¿verdad?
A lo que la Hilacha respondió:
- Sí, claro que sí. A mí me encantan los cigarrillos mentolados... -Y luego, añadió- Aunque creo que si fumamos muchos cigarrillos mentolados, podríamos quedar estériles...
Prendimos un par. Luego vi cómo la coordinadora de primaria se acercaba ante nosotros furiosa. Estaríamos, calculo, en quinto año de primaria.

En escena: Víctor Augusto Ramallo (58), Verónica Ramallo (19), Guilder Aguilar Peña (29).
Cada personaje en distintas replanas y narraciones espontáneas, no siguen ningún patrón.

GUILDER:
- Verónica, la hija del Señor Ramallo baja del taxi, son exactamente las dos en punto. El Toyota Célica que me han proporcionado sufre, después de algunos días, varias averías. He gastado hasta la fecha cien nuevos soles en reparaciones...
Guilder Aguilar Peña prepara una pistola de PBC, y no hace otra cosa en el día que pasearse por la decadente ciudad y fumar pasta.
- Verónica Ramallo, hija del sujeto investigado, está como para metérsela mucho por el culo... -Algunos pensamientos de éste tipo entrecruzan la cabeza de nuestro joven personaje de par en par. Un fino hilo conductor de saliva resbala por sus orificios nasales. La oscura piel de Guilder Aguilar Peña se tensa.
Una hora más tarde el auto no enciende.
- La puta madre, me cago...
A la hora del almuerzo, ya nada le importa a Guilder Aguilar Peña.

VERÓNICA:
- ¿Qué dices papá, ya te hartaste de todo? -Verónica sonreía en su habitación, esta sola, se desnudaba. Había esquivado muchas veces a su hermana menor, Miriam, que no entendería nada de la extraña situación en casa. Ahora vivían ambas frente a un parque en Miraflores en casa de su padre. Algunas hojas secas caían de los árboles durante la primavera. Verónica se quitaba el sostén y se reía entre sus delirios, adicta a los tranquilizantes.
- Pronto ya no quedará nada, papá. Pronto ya no quedará nada.
Una ola de espasmos neuronales sacudía la cabeza de la hija mayor de los Ramallo antes de irse a dormir. Jugó un poco con su cuerpo, pensando en algún chico de la Universidad, algunas cosas caían del cielo. En sus delirios, el techo color verdoso de su habitación se agitó en un ataque de epilepsia constante. Por su ventana alcanzó a ver doncellas leprosas en un fondo verde, que se caían del techo y se aferraban con fuerza a su ventana.
Verónica Ramallo estuvo a punto de morirse después de sus clases de Yoga, cerca de las tres de la tarde. Mezcló alcohol con barbitúricos y marihuana.
Verónica Ramallo había visto un par de veces el Toyota Célica de Guilder Aguilar Peña durante el día. Cada vez que lo veía lo anotaba en su memoria fija. Pero Verónica Ramallo, a sus diecinueve años, y en su condición, era muy olvidadiza. Sus amigas, también hermosas, y en la misma condición de Verónica Ramallo, sonreían.
Las luces de las avenidas por toda la ciudad se encendieron con la noche.

GUILDER:
Manejo como un poseso, llego a Magdalena con algunas horas de retraso, me encuentro con Lourdes en el camino y le digo:
- Este carro es una mierda... seguro es culpa mía también.
La subo y me cuenta de las cosas que le molestan. Del programa de Gisela Valcarcel, entre otras cosas. De los personajes. Del mercado, los pollos, y la venta de comida para los obreros de Construcción Civil. Los problemas que tiene con Inabec, porque resulta que ella nunca fue becada. Le meto los dedos por el culo mientras nos corremos a la vez, y ella gime:
- Más, cholito, más CABRÓN.
Cuando se baja a la altura de nuestra casa, me dice:
- Eres el hijo de puta más grande del mundo.
Fumo otra vez PBC en la oscuridad de la calle, mientras ella tararea una canción, cocinando. Tengo miedo de quedarme sin dientes y sin intereses.

VICTOR AUGUSTO:
- Es importante, la idea de esta sucursal inmobiliaria es grande. La gente, en este puto lugar, suele limpiarse el culo con papel aluminio. ¿Puedes creerlo, Gamboa? Recuerdo que mi abuelo en su hacienda tenía un indio Mochica que solía correrse con gran facilidad por todo. Y ¿sabes qué cosa hacía para limpiarse el culo? Nada. Mi abuelo era el que tenía que gritarle:
- Anda límpiate el culo, cochinillo.
- Lo limpiaba y se la metía.
- ¿Ves Gamboa? Ese tipo de ideas son las que necesitamos para vender esta mercancía al gobierno. Pronto todo esto terminará. ¿Lo sabes, no? Pronto toda esta gente dejará sus hogares. Este país será la sucursal de otro. Una gran empresa. ¿Me entiendes, Gamboa? ¿Entiendes lo que trato de decirte? No me importa lo que piense tu esposa. Suficiente tengo con mi amante. Está vegetal, lo sabes no.
- Ya ni siquiera puede hablar la pobre. Cuando se la meto ella ni siquiera sienta nada, me mira con sus ojos redondos y crucificados a más no poder. No por favor, me dice NO con miedo en sus ojos. Pero qué va a hacer. Fue un duro golpe en la nuca, con un objeto contundente. Ella intentó suicidarse. Pero fue inútil. Suicidarse es inútil. Lo sabes, ¿no? Gamboa.

Conocí a Marcel una tarde fría.
Se encontraba volando una cometa por el cielo raso lleno de nubes negras cerca al atardecer, así que supongo que sería agosto o septiembre, yo llevaba unos pantalones grises remangados a la altura de los talones, y mientras la cometa daba giros inesperados e inútiles, le pasé la voz:
- Cómo estás.
En realidad ya nos conocíamos.
Yo tendría trece o catorce años entonces.
Mi hermano me lo había presentado hacía tiempo como “un tipo muy pasado, que escuchaba buena música y se comporta de lo peor” y eso era porque Marcel aparentaba ser un “freak”. Llevaba el pelo largo y botas, rulos a lo Andrés Calamaro y estaba pálido debido, quizá, a la abstinencia que hizo con la carne.
- Todo bien -susurró. Y siguió volando su cometa.- Oiga -me dijo después de intercambiar un par de diálogos inútiles a mitad de aquel parque gris y abandonado donde nos encontrábamos. Yo me senté, cerca a él, y me puse a contemplar la cometa.
- ¿Qué cosa?
Se hacía de noche.
- Vamos a alguna parte a comer, ¿qué te parece?
- ¿A dónde?
Marcel recogió su cometa psicodélica del gras, la tomó delicadamente entre sus manos y comenzó a caminar.
- No sé... pero tengo que ir primero a mi casa a dejar esto.
- OK.
Y nos pusimos a caminar.
- ¿Dónde es que vives?
- Nada más a un par de cuadras.
La primera vez que fui a su casa lo primero que hizo Marcel fue llamar a la puerta del primer piso a dejar unas llaves. Todavía vivían sus padres allí (o eso creo) a él lo habían independizado del todo arrojándolo a un segundo piso. Luego me comentaría que sus papás viajarían pronto, y viajaron, cosa que lo dejaron solo y abandonado en un mundo medio esquizofrénico, subnormal, para siempre.
Después de un rato, Marcel subió las escaleras y me dijo:
- Gustavo, qué tipo de música te gusta escuchar.
- Mmmm... -Me puse a pensar en ello breves instantes (en realidad nunca me había interesado la música ni nada) y mi inminente respuesta fue interrumpida por una llamada telefónica desconcertante.
Me dediqué a mirar alrededor. En el piso había lo básico: había un cuadro de Bob Dylan, un equipo de sonido, un colchón estratégicamente posicionado frente a una de las ventanas donde entraban los últimos rayos de luz de la tarde.
- ¡Malditas encuestas telefónicas! -exclamó Marcel. Colgando el inalámbrico.
- ¿Qué pasó?
- Nada.
Entonces lo vi. Era una especie de altar casero, con fotos y velas apagadas. Encima había un libro enorme (que definitivamente no era una Biblia, pero pretendía serlo) y había también una foto de un hombre joven peinado como de los 50´s y una inscripción de madera que rezaba: TI JEAN (1922-1969).
- Es un homenaje -balbuceó.
- ¿Tienes ascendencia francesa o algo?
De repente Marcel pareció fuertemente desanimado y cansado.
Me miró, y dijo:
- No. Nada de eso -y luego, añadió-. Es un escritor, que murió hace mucho...
- No jodas.
- Sí. Se llamaba Jack Kerouac.
Aguardé un segundo. Marcel le dio una calada a lo que parecía ser un cigarrillo negro. Olía extraño; la luz entraba transparente a través de aquellas ventanas y cortinas completamente blancas...
- Digamos que en sus novelas, él se llamaba así mismo Ti Jean...
Le pregunté si todo esto iba en serio.
- Claro que sí -dijo. Y en seguida.- Bueno, más o menos.
Después de unos minutos y de beber un poco de agua, Marcel me llevó a lo que era un estante viejo en lo que vendría a ser su cocina (completamente blanca) pero donde no había nada, sólo aquel estante donde enseñó por primera vez libros como Ponche de ácido lisérgico, de Tom Wolfe; En el camino, de Kerouac; El almuerzo desnudo, de Burroughs. Libros de un tipo que ahora la verdad ya no me acuerdo cómo se llama pero que me impresionaron en su momento. Además, me presentó a Buckowsky, a Ginsberg, y al máximo exponente de la novela negra: Raymond Chandler. Y luego, poetas de la décadas 70’s y 80’s.
Al final, terminamos comiendo algo en una panadería cercana, con algunos centavos en el bolsillo y las ideas al vuelo.

Marcel me prestaría por primera vez el Aullido (1956) de Allen Ginsberg (1926-1997). Poeta norteamericano, de ascendencia judía y rusa, quien fue parte importante en el engranaje del movimiento literario de la década de los 50’s en Estados Unidos, que sería recordada como la generación Beat.
Lo leí un día de verano, terminando enero de 1999. Los árboles entonces me parecieron fuertemente verdes y altos y frondosos, con un montón de aves y nidos adentro, y el verano me pareció entonces sumamente largo, interminable. Pero eso fue ANTES de empezarlo a leer, y no DESPUÉS. Cuando, metido en aquella cafería del ICPNA completamente vacía por la mañana, abrí el libro y lo leí, y comparé cada palabra con su sonido en inglés. El poema era sumamente largo, y después de leerlo no pude dejar de pensar en Ginsberg y en lo que había hecho.
- ¿Así que lo leíste?
- Fue demasiado -asentí.
Marcel se rió.
- ¿Y te gustó?
- Claro que sí.
Caminábamos.
Pisé por primera vez aquellas diminutas flores amarillas en el camino largo y sinuoso. El viento me caía en la cara. Yo era todavía un niño de catorce años. El parque donde nos encontramos entonces se volvió azul.
- ¿Y dónde es que lo leíste?
Miré a mi alrededor.
- En realidad lo terminé de leer en el micro. -Nos reímos.
Bueno para comer en mil años.

Acabé algunas líneas sudando frío.
Antes de irme a acostar escucho un poco de música clásica por radio y luego leo algunos cuantos párrafos de una novela aburrida de Fedor Dostoievski y algunas cuantas anotaciones de Tristán Tzara y sus siete manifiestos dadaístas.
Luego, un segundo antes de quedarme dormido, saco la extraña conclusión en mi cabeza de que escribir no es más que una especie de masturbación mental, y que el irme a dormir sólo fortalece más ese patrón.

jueves, enero 13, 2005

VI.- Happiness is a warm gun from Droguerto

Son las cinco de la mañana.
Y el cielo cambia de color. Se extiende en varias direcciones a la vez. En Magdalena, todavía escucho esa música narcótica. Tiesos, borrachos, inermes. Tocando con la punta de nuestro cerebro un día nuevo y un copulo de ceniza desplegar.
Son las seis de la mañana.
Camilo y yo rodamos cuesta abajo por una calle que es una pista sin fin. Camilo no deja de decir lo que piensa acerca de la Hilacha y Diego (su maldita paranoia homo) y el alba, el sol. Algunos panaderos salen a tocar sus cornetas y molestar.
Camilo reniega de nuestras malas costumbres y amaneceres bebidos. De quedarnos sin un centavo y caminar. Descansamos en la virgen del malecón de Magdalena que es donde cada uno partiría por su lado a dormir a su casa, anoche. Ahora Camilo y yo volvemos al mismo punto de partida de ayer.
Camilo y yo nos miramos pensativos las caras.
Camilo dice:
- No tengo dinero.
Compramos dos empanadas de cincuenta céntimos para cada uno con el único sol que me quedaba entre las manos.
Camilo me ofrece prender un porro.
Yo lo aliento a hacerlo sin muchas palabras. Tragamos las empanadas. Luego nos sentamos en las bancas y miramos el mar, su extensión, el horizonte, y las islas de San Lorenzo y El Frontón.
- La Hilacha y Diego son cabros, no te miento huevón... son cabros.
Una vez más Camilo, con su pinta de universitario no militante y cara de una noche muy mala. Luego agregó, con lo último que le queda de aliento (y de una forma muy pausada y queda):
- No te miento, huevón, son cabros...
Ocho de la mañana.
Llegamos al parque de la Pera siguiendo la ruta del mar en la que Camilo y yo fumamos mientras algunos hombres viejos nos miraban anonadados. Es lunes por la mañana. Es verano. Y cuando llegamos a la bajada donde encontraríamos las playas, el sol y finalmente, el verano, Camilo dice:
- Hay que bajar, Droguerto. ¡Hay que bajar!
Pero yo le pregunto si es que se ha vuelto loco. Le pregunto si lo que quiere es suicidarse. Y Camilo, que está sudoroso y pálido, me mira extrañado una vez más:
- Lo que quiero es vivir, lo que quiero es vivir, ¡Droguerto!...
Pero yo le dijo que está loco, demasiado drogado, y que lo mejor es llegar a nuestras casas y olvidarnos de esta última noche de una vez.
Cuando llegamos al parque de la Pera todavía sigo escuchando esas canciones. Sigo escuchando esa música que convierte todo el verano en una película rodada en negativo y sin colores reales.
Sólo humo y suicidio colectivo.
Sólo desilusión.
Le pregunto a Camilo si lo que quiere es echar una siesta.
Camilo se acurruca en el pasto y luego de un par de horas vomita la empanada de esta mañana prácticamente sin haberla digerido. Luego me dice que la Hilacha y Diego definitivamente son pareja, y después se duerme.
Yo me tumbo boca arriba contemplando el cielo, extremadamente dorado y el sol, brillante, sin forma, me recuerda una vez más la voz gangosa de Calamaro anoche, y las mezclas. Las rayas de coca. El rostro de Paty. Los ademanes. Bailes en la oscuridad del piso de Lili, y por último el beso tan innecesario entre la Hilacha y Diego sin ninguna vergüenza.
Nada encajaba con los estándares.
Nada era lo suficientemente coherente y lúcido.
Nada era lo que parecía.
Y a la vez eso era todo.
Mediodía.
Nos despierta una patrulla que nos dice que está prohibido dormir aquí y nos botan. Era una Luciérnaga. Se nos quedó mirándonos mientras nos alejamos apabullados y oscuros (con temor a que nos revisen los bolsillos).
- Son Serenazgos con radios patrullas, que vigilan el parque y todo lo que es San Isidro... -taradeó Camilo, mientras avanzaba por el pasto hacia la avenida El Ejército.- Pero las llaman Luciérnagas, no sé por qué...
La mayoría de gente estaba a mitad de su día laboral y nosotros todavía seguíamos terminando el domingo en nuestras cabezas.
Un agudo sonido en mi cráneo colaboró a enloquecerme.
Llegando a la casa de Camilo, en San Isidro, me consiguió unas monedas y me fui a mi casa. Dos de la tarde. En la habitación de mi cuarto logro llegar a mi cama en una especie de shock. Y me dan escalofríos un segundo antes de quedarme dormido.
Y de esta manera intento permanecer así bastante tiempo.
Y durante estas dos semanas no paro de soñar con dragones de Comodo que invaden mi apartamento en technicolor.

Conocí a Lucía un día gris que no quisiera recordar nunca más.
Iba buscando un lugar donde hospedarme. Así que en su casa me dieron un cuarto y a la noche siguiente ya estaba cenando con ellos. Era una familia en verdad agradable, simple y de buenas maneras. Nada fuera de lo normal. Lucía, en un principio, no me llamó la atención en lo más mínimo. Yo estaba harto de la Universidad, cada vez que iba era pura mierda. Finalmente, cuando mis viejos se largaron a vivir a Santiago de Chile, una ola de adrenalina surcó mi cerebro un instante. Iba a ser la oportunidad que yo buscaba hacía años. Mi vocación por la música había desaparecido considerablemente. Por otro lado, era el año 1998 y había leído un par de libros como el de Ray Lóriga y “Cien años de soledad”, y todo ese rollo. Pero nunca me interesó la literatura tanto hasta después que conocí a Lucía.
Había llegado a su casa en Los Álamos con un par de maletas pequeñas. Era la primera mudanza que hacía en mi vida y era la primera vez que iba a estar tan solo en el mundo. Finalmente los papás de Lucía me dieron a cambio de cien dólares mensuales comida, techo y abrigo.
Lo que no sabían era que yo era un hijo de puta, y en unos meses de encerrarme en mi habitación (nadie me tocaba la puerta a molestar, nadie excepto lucía se dio cuenta que yo fumaba marihuana casi a diario. Tristemente un día ella me habló.
- Oye tú.
- Me hablas a mí.
- Sí, ven.
Era extraño, Lucía estaba en pijama desparramada en él sillón de su sala viendo televisión. Era un martes por la mañana, creo, y supuestamente yo debería estar en la Universidad. No había nadie en casa.
- ¿Te gustan los Tiny Toons?
Miré a la pantalla con desgano. Últimamente me bañaba seguido pero ese día, precisamente ese día, no me había bañado ni echado desodorante ni nada. Había desayunado con cautela una manzana, un poco de yogurt, y había fumado un wiro enorme en mi cuarto.
De repente me entró el pánico.
- Me parecen bien.
Lucía me miró atenta. Se veía preciosa con su pijama celeste y su media cola en el pelo. Su sonrisa era un poco idiota pero eso no la desmerecía en lo absoluto. De repente me enamoré de ella, y me puse nervioso.
Lucía cogió el control remoto y lo agitó en frente mío.
- Yuju, Roberto...
- ¿Qué pasa?
- Te pregunté si querías cambiar -modificó el tono de su voz, era una pregunta retórica.
- Los Tiny Toons me van muy bien, en serio.
La verdad era que me parecían dibujitos antipáticos y poco profesionales. Era un programa muy aburrido y a Lucía le parecía gustar de sobremanera.
Entonces me pregunté cuántos años tendría Lucía, y cuánto tiempo había perdido escondiéndome de su mirada en la mesa. Escondiéndome de su habitación y de su vida. Si de todas maneras yo vivía con ella, tenía que llevármela a la cama algún día, tenía...
- Roberto, ¿me dejas hacerte una pregunta?
- Ya lo estás haciendo.
Lucía terció una mueca y sonrió.
- Dale.
- ¿Por qué siempre te vistes todo de negro?
Miré mi ropa asustado. En qué momento Lucía se había fijado en mi ropa. En qué momento.
- No lo sé, Lucía. Nunca me lo había cuestionado.
Ella sonrió mirando la pantalla y mordiendo el control remoto con las dos manos.
- Me han dicho que el color de la ropa dice mucho de las personas.
La bulla de la televisión hacía la escena algo extraña. Lucía me empezó a excitar bastante, por un segundo la vi hermosa y decidí definitivamente intentarlo.
- ¿Y qué más has escuchado?
Por lo pronto, sabía que Lucía cursaba el último año de secundaria. Ya no era una niña.
- Que los chicos que se visten de negro son cortantes...
Aguardé un segundo y manipulé el término cortante.
- Creo que tienes razón.
Lucía estornudó.
- Salud...
- Gracias -y en seguida- ese olor a marihuana en tu cuarto, sabes, me produce mucha alergia.
En seguida Lucía sonrió.
El programa de los Tiny Toons acabó. Lucía apagó el televisor y caminó hasta la cocina.
- ¿Qué pasó? Te pusiste pálido.
Fui tras ella y me puse en guardia.

Había pasado viendo todo el día por Internet fotos porno de chicas extrañas, hasta que mis pupilas ya no discernían entre chuchas y entrepiernas.
Luego, había salido de mi apartamento en el centro de Lima. Era domingo, y sucedía que no tenía nada qué hacer.
Había sol, y las cosas andaban un poco lentas.
Cuando llegó la Hilacha, interrumpió mi masturbación de las tres. Estaba en mi sala, echado en mi cama. Lo miré fijamente cuando entró. Dijo:
- ¡Eh! Droguerto, ¿qué es de tu existencia? ¡Droguerto!
Y salimos. Compramos chocolates en la bodega frente a Plaza Francia. La Hilacha se quejaba de que ya no hacían los Sublimes en la misma envoltura de antes, y en secreto, me dijo:
- Cha... es que quería, ya sabes, armar un varulo... con ese papel manteca... sabor a chocolate...
A lo que no pude evitar una sonrisa.
Emprendimos un breve viaje hasta el trabajo de Lili, y esperamos a que cerrara las puertas de su tienda de tejidos incaicos y adornos orientales, cerca del Boulevar Quilca, a unas cuadras de jirón Cayoma, y luego la seguimos hasta su casa, en Breña, donde prendimos un incienso y nos pusimos a escuchar esa música extraña.
Comenzaba la noche.
Lili dijo:
- Hay que reunir gente, vamos organizar nuestra propia misa negra... -refiriéndose a algo, creo, que tenía que ver con su posición frente a la Iglesia, en medio de una conversación acerca de que era domingo, o una cosa por el estilo- ¿Qué les parece?
Sonaba a broma.
Así que ni la Hilacha ni yo le hicimos mucho caso al comienzo. Hasta que Lili hizo una lista de cosas que necesitábamos, y nos indicó ayudarla en cuanto antes porque la cosa “iba en serio”.
Lili no estaba de broma.
Lili compró velas, Lili consiguió más música, Lili trajo a un gato negro, Lili nos dio unas monedas y nos dijo:
- Vayan y traigan esto.
Una vez afuera renegamos.
- Encima nos manda a comprar su pay la conchasumadre esta... -exclamó la Hilacha, leyendo la pequeña nota anotada en un boleto de combi.
Olvidamos a Lili por unos instantes.
Yo volví a mirar el cielo pálido de enero, parado en Jirón de la Unión y fumando un cigarrillo. Esperando a que la Hilacha terminara de hablar por teléfono y prestara un poco más de atención al asunto.
Eran las cinco de la tarde.
- Ven, vamos a esperar a Diego a la avenida.
Caminamos y esperamos a Diego una media hora más. Cuando llegó él, la Hilacha se alegró y se animó a ir hasta Magdalena a conseguir un poco de la cosas que Lili nos había escrito en un pequeño boleto de combi. Que “consiguiéramos lo antes posible”. Y de eso hacía ya una hora. Conque no sabíamos si Lili nos iba a estar esperando de verdad o no.
Así que cuando llegamos a Magdalena, la Hilacha se mete como una liebre en un hueco y luego sale con más pacos que monedas en las manos. Había conseguido la grifa, los falsos, y el pay de Lili. Los quetes eran paquetitos pequeños, y amarillos como polvo para matar cucarachas.
A una cuadra de allí nos dimos cuenta que con la cerveza en lata que habíamos comprado imprudentemente en la bodega de la esquina se nos había ido todo el dinero que Lili nos había dado para comprar pan y latas de sardina. Conque no sabemos qué hacer. Y mientras lo pensamos como de un susurro caminamos tristemente entre las casas de variados colores frente al malecón de Magdalena, y hacemos cualquier cosa excepto mirar con melancolía el mar.
Le pregunto a la Hilacha, quién fuma un pedacito de filtro arrugado entre sus dedos:
- Oye ¿y qué ha sido de tu prima, Paty, últimamente? -Tomando en cuenta nuestra ubicación y las circunstancias.
A lo que la Hilacha abre sus ojos como se abre una vagina excitada y exclama a los cuatro vientos:
- ¡Demonios! -Y corre, tirando al pasto las cenizas de su cigarro a medio consumir.
Diego y yo nos quedamos solos. Así que le pregunto:
- ¿Qué prefieres entre dormir y fumar?
- Fumar.
- ¿Y entre fumar y cagar? -Le preguntar, después de unos segundos de silencio e incomodidad.
- Cagar está bien.
A lo que yo le respondo:
- Buenas respuestas.
Y entonces nos callamos, pensando en qué será de Lili, si seguirá escuchando esas canciones o si ya se habrá olvidado por completo de nosotros.
Diego me comenta, por su parte, algo de fumar hierva con el papel manteca de los chocolates Sublime con una sonrisa. A lo que yo le respondo que ya no hacen sus Sublimes con esa envoltura. Y Diego exclama:
- ¡Ya lo sé!
Y saca de su bolsillo una de esas viejas envolturas.
Le pregunto:
- ¿Dónde es que las has conseguido?
- En Estados Unidos, hace unos meses he estado allá y traje unos chocolates que se pudrieron en mi maleta. ¿No es estupendo?
- No estoy seguro.
En eso vemos a la Hilacha con Paty y con Camilo.
Camilo tenía dinero, dijo:
- Vamos a “El Paraíso”, a tomar unas chelas...
- Camilo, ¿qué haces aquí? -Le pregunté, extendiéndole la mano.
Caía la tarde.
- Nada pues. Ya sabes cómo es el verano.
El cielo se volvió púrpura.
Llamamos a Lili a su casa pero nadie contesta el teléfono. Escuchábamos boleros metidos en “El Paraíso”, entre luz lila y verde escuchando el palpitar de los corazones escondidos detrás de una puerta que latía mientras nos encerrábamos a jalar. Paty coqueteaba con su primo y con Diego a la vez. Ellos se reían descontroladamente. Camilo y yo nos mirábamos las caras confundidos.
Camilo puso dos más.
Eran las siete de la noche.
Hasta que Lili contestó por fin su celular y gritó:
- ¿Dónde mierda se han metido?
- Estamos en “El Paraíso”, Lili. Más vale que vengas.
- No jodan, ¿qué hacen ahí?... -empezó a maldecir.
- Lo mejor es que vengas, un amigo está poniendo chelas.
Lili seguía maldiciendo.
- Yo los mandé a la esquina a comprar pan y ustedes se largan hasta Magdalena.
- Nos mandaste a comprar tu PBC, Lili... -le hice un gesto a la Hilacha.
La Hilacha se acercó.
El teléfono en la puerta de “El Paraíso” era un teléfono rojo.
- Queso se puede conseguir en cualquier esquina. ¡Puta madre!
Apenas pude le pasé el teléfono a la Hilacha.
Se apoyó con un brazo e inclinó su rostro crepuscular frente al teléfono.
- Sí... sí. Ya entiendo, sé a qué te refieres...
La Hilacha empezó a mover su cabeza de arriba abajo, completamente coqueado. Me dio la espalda.
Me senté en la mesa, Camilo estaba en el baño, tenía la puerta cerrada y todo. Un niño cenaba mirando la tele en una mesa continua. Era increíble pensar que era domingo. Paty continuaba con sus ademanes. Afuera era de noche. Todo Magdalena estaba a oscuras como si se hubiera ido la luz, exceptuando el local donde estábamos y exceptuando la música que salía de la máquina pincha discos.
La Hilacha se sentó por fin en la mesa y exclamó:
- La única profesora de yoga que bebe y fuma su pay está en camino...
Y la mesa entera se alborotó.
Camilo gritó:
- ¡Dos más! -Sacando de su billetera de cuero el último billete de veinte soles que le quedaría en mucho tiempo.
Y mientras todo eso pasaba yo seguía bebiendo sistemáticamente cerveza, a montones. Diego sacaba de su bolsillo el papel manteca con el que envolvían los Sublimes hacía años, y la gente en la mesa vibra de emoción. Sacan el paco que consiguió la Hilacha a más de la mitad de su precio normal, y Paty se pone a deshacer los moños entre sus dedos con delicadeza. Y a mí me gustaba Paty hacía tiempo.
Luego me pregunto a qué hora terminará esto. Porque lo que más anhelo yo ahora es ir a casa y dormir temprano.
Media hora más tarde llega Lili, vestida como suele vestirse. Y antes de sentarse a tomar con nosotros nos pregunta por qué la dejamos plantada, y un segundo antes de sentarse cuestiona la presencia de Paty y Camilo aquí, y luego le tenemos que prometer que la vamos a acompañar a su casa a hacer la misa negra. Nadie entiende muy bien qué dice el otro, pero todos asienten y parecen ponerse de acuerdo. E intuyo que la cosa demorará un poco más.

Un tragaluz en la casa de la familia de Lucía, hacía del ambiente de la cocina un lugar aparte. Caía todo el sol de primaveral encima nuestro. Podía ver las ramas de algunos árboles que crecían hasta por encima del techo. Los Álamos es un lugar un tanto apartado.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Con qué?
- Con eso de la alergia.
Lucía sonrió. Sin duda alguna me dio la espalda y dejó que la mirara un poco mientras hacía cosas y no decía ni una sola palabra. No había ningún tipo de comunicación entre nosotros dos. El pequeño short azul que traía puesto le quedaba muy bien.
- Oye. Vivo en Los Álamos, ¿crees que no sé diferenciar ese olorcito?
- ¿Cuál olorcito? -Pregunté- No es más que incienso...
Lucía levantó la mayonesa y untó con un cuchillo su sándwich de jamón y queso.
- Claro.
Y en seguida lanzó una carcajada.
- ¿Quieres probar un poco de esto? -Ofreciéndome su sándwich, después de un rato.
- No, gracias.
Y en seguida.
- Vamos, Roberto, no voy a decirle nada a nadie, pierde cuidado.
Movilicé mi indignada presencia fuera de su alcance visual.
- ¿Seguro que no se te antoja nada de comer?

La Hilacha fumaba un enorme canuto de hierva envuelto en una envoltura de chocolate vieja y dándole golpes como un condenado, parado en la Virgen de Magdalena, el malecón preferido de los adictos y de los locos.
Nos votaron de “El Paraíso” a las diez. Luego nos fuimos a caminar frente al mar una media hora más. Lili llevaba tan solo un vestido largo, casi transparente y negro a la altura de los pechos, lo que no hacía sino acentuar sus pezones y sus senos, firmes y puntiagudos. No llevaba sostén. El vestido le llegaba hasta los tobillos, su calzón era color lila con franjas rosadas, o eso parecía, y sus aretes eran palabras chinas que colgaban de sus orejas. Ella también le dio una pitada más a ese enorme canuto mal hecho. Todos lo hicimos.
- ¡Cof! ¡Cof! ¡Cof!
- ¿Qué pasó, Hilacha?
- ¡Esa cosa no sirve, won!
Y el enorme canuto cayó al piso, deshecho, convertido en cenizas. Nadie estaba lúcido. Nadie había dicho: ésta es una mala idea. Todos éramos unos idiotas.
Lili dijo:
- Lo mejor es ir a mi casa. -Y en seguida, agregó- Ahí hay vino, y algo de ron.
Todos miramos el piso. Estábamos cansados y sobretodo tristes. Angustiados, insatisfechos.
- Nooo, no puedo, tengo mucha hambre -terció Camilo.
Se sostuvo la panza y lanzó un chillido al cielo.
- Pucha, eso les pasa, pues. Con la plata que se compraron su hierva hubieran comprado pan y sardinas...
Hubo un silencio sepulcral.
Diego cogió a Paty de la cintura y no la dejó escapar durante unos instantes.
Cayó la medianoche.
- Es hora de irnos. -Propuse-. Cada uno a su casa. Es lo justo.
- ¡No! Ni pensarlo. Es hora de ir a mi casa. Me lo prometieron, muchachos.
- ¿Por qué?
- Me lo prometieron.
- No entiendo.
- Es luna llena, y es domingo. Hoy se practicaba la misa negra en la época de la inquisición. Hoy se visitan tumbas, cementerios, castillos abandonados. Hay un gato negro esperándonos en casa...
- ¿Y eso qué?
Yo sabía de qué iba Lili. Le gustaba conversar, reír. Y sobretodo follar con los amigos de siempre con los que practicaban su yoga, con los que comían su comida, fumaban su PBC, o le hacían el favor de lamerle el chocho de vez en cuando. Era una tipa como muy pocas, eso era cierto.
Camilo estalló de la risa:
- ¡Ja, ja, ja, ja!
La Hilacha y Diego se miraron las caras. Hablaron en secreto y después fueron donde mí y murmuraron:
- ¿Vas?
- De todas formas está en mi camino, ¿no?
- ¿Pero vas?
Miré a Lili.
Ella hablaba con Paty, y le decía:
- Quédate a dormir en mi casa, huevona, la pasaremos bien...
Camilo miraba el mar, oscuro...
- Está bien, en fin... -le eché un vistazo a mi reloj- Ya terminaron los programas de investigación... ¿verdad?
Ambos rieron.
La Hilacha era flaco, como un subnormal.
- Todo listo. Vamos.
Y en lugar de irse cada uno a dormir a su casa, Lili nos embarcó en un taxi color rojo a lo que era su hogar en Breña.
- ¿Dónde van?
- Nos vamos a Breña -le dije a Camilo, antes de subirme en el taxi.
- ¿Cómo?
- Lili nos está invitando, ¿no ves?
El taxi hizo sonar el claxon.
- Pucha, necesito irme a mi casa... Mis viejos no saben dónde estoy.
- ¿Y...?
- No sé.
Diego gritó:
- ¿Vas a subir, o no?
Otro automóvil hizo sonar su claxon.
- ¡Demonios!
Había una fila de autos esperando avanzar.
Lili gritó:
- Pasa, pues carajo.
Camilo se sentó y cerró la puerta del taxi. Ya estaba a bordo.
- ¿Y ahora...? -Se preguntó después de unas cuantas cuadras.
- No te preocupes, chico, te prometo que vas a estar a salvo. Vas a llegar completo a tu casa -le guiñé un ojo-, te lo prometo.
- ¿Qué? ¿Me vas a acompañar?
La radio captó un par de canciones de La Inolvidable.
- Si quieres lo hago, won. Ningún problema.
No sabía en qué me estaba metiendo, exactamente.
Llegamos a Breña cerca de la una de la mañana. Las nubes negras tapaban la luna llena y el sol. Nos bajamos del taxi tambaleantes y subimos por las escaleras oscuras a un segundo piso en una estrecha calle de Breña, donde nos esperaba un altar con velas apagadas y un montón de almohadas en las cuales caeríamos exhaustos.
Todavía olía a incienso.
Lili nos sirvió una pequeña copa de vino a cada uno y nos informó:
- Esto es lo único que tendrán de vino durante la noche. Lo demás será vodka o preferentemente ron. Luego pasaré unos bocaditos de queso y aceitunas verdes, pero...
Camilo trastabilló.
- ¿Qué?
- Nada. Es que tenía planeado... -Lili tenía ascendencia árabe, y por tanto, una nariz prominente. Se dirigió donde la Hilacha y a mí en un comienzo, pero después simplemente separó sus brazos y exclamó- ¿Dónde está el gato? -Y con más fuerza aún- ¡Puta madre! ¿Dónde se metió el gato?
Luego de unos segundos, empezó a sonar el Salmón.
- Exactamente ¿qué pretendías hacer con el gato?
Lili no me supo contestar bien y tambaleó la cabeza. Luego se dirigió a la despensa y aparecieron esos bocadillos de queso y aceitunas verdes.
La Hilacha la perseguía y trataba de convencerla para que accediese a poner en lugar de esa música tan extraña, algo un poco más tranquilo, digamos, un poco de radio, o el CD de Pochi Marambio que llevaba entre sus manos. Pero a Lili no se le convencía así de fácil, y cuando se le mete una idea en la cabeza es difícil se hacerla cambiar de opinión.
Me siento junto a Diego quién conversa ávidamente con Paty y le pregunto:
- ¿Te gusta esta música?
A lo que él me responde negando, y diciendo que NO con la cabeza.
Le pregunté, en seguida:
- ¿Qué tipo de música te gusta escuchar, frecuentemente?
Diego miró el techo y empezó a enumerar un montón de grupos en inglés, todos Punk.
- ¿Así que te gusta mucho el Punk?
- No exactamente.
- ¿Entonces...?
- No lo sé, simplemente no me gusta mucho Calamaro.
- Te entiendo.
La Hilacha se sentó con nosotros, entre Paty y Diego. Camilo había desaparecido. Sonaba el segundo disco. Lili me había explicado que eran cinco, me había enseñado la caja por la tarde, y al momento de insertarlos en el equipo, me enseñó los discos y me dijo:
- Esto sonará toda la noche.
- ¿Por qué?
En la carátula salía una foto medio idiota de un pez en negativo, y encima decía: Andrés Calamaro, y a un costado, salía de su boca: el salmón.
El resto de la caja era en blanco.
- Pero Lili, esto es demasiado ¿no crees?
- Ya veremos.
Finalmente, Lili dejó de ir de un lado a otro y se echó a dormir con nosotros en el suelo. No habían muebles sino almohadas esparcidas por todo el piso y la gente amontonada, uno encima de otro. Parecía que fuésemos a hacer una orgía. Por lo que me entró un poco de desconfianza y nerviosismo después, y un aire helado que se metió en mi pecho.
Lili sonrió.
- Parece que no va a haber misa negra hoy, ¿verdad?
Paty exigía cambiar de música, decía que la gente se estaba durmiendo. Pero a mí no me daba sueño, era como hipnotizante. A las dos de la mañana, la gente ya había tomado el equipo y solo pasaban radio y cachimba. A las dos y media Lili se enojó, cuando Camilo vomitó en el suelo y ensució el baño. La reunión se paralizó en ese instante. Lili parecía estar furiosa por el estado de la casa. Nunca había sido un gran baño, decía, pero nunca antes había estado tan pero tan hecho mierda. Y yo era testigo. Porque me había encontrado muchas veces con cucarachas extrañas, pero nunca con Camilo muerto y su vómito esparcido en el lavatorio. Nunca con un olor tan fétido. Lili renegaba, estaba furiosa, y repetía:
- Mierda, ¿ahora quién va a limpiar esto?
Camilo estaba inconsciente. Diego y la Hilacha lo sacudían. Estaba verde, casi del color de su vómito. La Hilacha decía:
- ¿Alguien sabe cuál es la diferencia entre un muerto de sobredosis y Camilo?
Yo estaba tendido sobre las almohadas de Lili en la sala, y le respondía:
- No. A ver, dime. ¿Cuál es la diferencia entre un muerto de sobredosis y Camilo?
Entre Diego y él lo arrastraban hacia la luz.
- No era un chiste.
Lo llevaron al balcón a tomar un poco de aire. Salieron y cerraron el balcón con llave. Paty se tendió junto a mí, y sonrió.
- ¿Qué te pasa, Paty?
- Nada.
Paty estaba medio borracha o se aprovechaba del resto.
- Solo quería saber cómo estabas, nada más.
Hizo un gesto y luego sonrió.
Estaba muy cerca mío.
Lili entró a la sala sujetando una mancha negra y diciendo:
- ¡Encontré al maldito gato!
El maldito gato estaba muerto.
- ¿Qué le pasó? -Le pregunté.
A Paty se llenaron los ojos de lágrimas.
- Murió, parece que ingirió veneno para ratas...
- O se comió una rata envenenada, ¿verdad?
- Puecer...
Lili apagó las luces y prendió las velas. Preguntó donde estaban los demás y señalamos al balcón. Diego y la Hilacha fumaban cigarrillos mientras Camilo vomitaba con la mitad del cuerpo afuera. Lo dejaron encerrado allí a ver qué tal suerte correría.
Lili sacó un cuchillo de su cocina. Un cuchillo especial que había estado afilando, esperando ansiosa este momento. Lo alzó encima del gato apuntando el pecho (donde en los gatos vibra el ronroneo) Paty se acurrucó junto a mí y se echó a llorar.
Los demás esperábamos atentos. Lili perdió la concentración o no tuvo el valor necesario.
- Este gato está muerto -dijo. Y después agregó.- Es que así no tiene gracia.
Dejó el cuchillo tendido en la mesa.
- Lo siento, chicos, ya es muy tarde para una misa negra. -Dijo, y se metió en su cuarto a descansar.
Nosotros regimos qué música seguiría sonando. Ganaron ellos. Empezó a sonar Pochi Marambio. La Hilacha y Diego se besaron. A Paty le entraron escalofríos. Sonaba Despertar en tierra sur. Paty me abrazó. A la Hilacha se le veía como a una chica sumamente flaca, con el pelo largo y anteojos. Una mujer muy fea, para ser exactos. A Diego se le veía como a cualquier mortal. Me hicieron pensar un poco en Nito Mestre y Charly García en los setentas.
Entonces me acordé del concierto al que fui, el 11 de septiembre pasado, cuando Charly salió a cantar vestido de rojo y anteojos grandes, se bebió algo de whisky y antes de cantar Rezo por vos dijo unas cuantas payasadas. Antes de eso, habían pasado imágenes del atentado de las torres gemelas, mezcladas con escenas de El perro andaluz de Buñuel.
Estaba con la Hilacha y Diego, extenuados por tener que estar de pié porque si nos sentábamos no veíamos nada, y si nos tirábamos al césped la gente pasaría encima nuestro. Y ahora no me acuerdo si sería primavera o invierno, porque a fin de cuentas eso no importaba nada. Y en Lima solo hay invierno y verano.
Tristes palomas.
La Hilacha me dijo:
- Ese no es Charly.
- ¿Cómo que no es Charly?
- No es pues.
- ¿Cómo lo sabes?
- Porque Charly no es así, no está tan parado... Charly ni siquiera puede mantenerse en pié.
- ¿Cómo lo sabes?
- No sé. Nada más me parece. -Y después de un rato, bebiendo de una botella algo de ron, reiteró- Ese no es Charly, es un doble.
La Hilacha me hizo reír.
Pero luego, después de pensarlo bien, a la media hora, cuando tocaban una de los Beatles, estaba medio ofuscado y fumando un cigarrillo, sentado en el césped, mirando a una chica de pelo rojo que me había devuelto la mirada con asco, enseñándome la espalda y el culo. Y en ese instante, estaba seguro de que ese no era Charly García, y se reía y apagaba las luces a cada rato para pintar rayas en su máquina de cuatro teclados y jalar...
Paty hizo que ambos la miraran extrañados. Dijeron:
- ¿Qué sucede, Paty? ¿Nunca han visto dos hombres besarse?
A lo que Paty les respondió:
- No.
Un aire espeso se respiró a continuación. Diego y la Hilacha se alejaron. Lo que me hizo cambiar la música. Puse uno de los salmones y básicamente me dediqué a escucharlos y mirar los nombres de las canciones pasar.
Paty me dijo:
- Mala honda, ¿verdad?
- ¿Qué cosa?
- Eso.
- ¿El beso?
Paty se miró a sí misma el vientre. Llevaba un pequeño polo viejo que era sumamente delgado y rojo. Las luces de las velas encendidas en el supuesto altar de Lili iluminaban de una forma muy extraña la habitación. Habían sombras por todos lados.
- Bueno, fue un beso ¿verdad? -Razoné.- Se supone que los besos son buenos ¿no?
- Sí. Se supone...
Hice una pausa.
La Hilacha y Diego desaparecieron. Dios sabe dónde estarían o qué estarían haciendo. En ese momento solo me preguntaba cosas como: ¿ensuciaran mucho la cama, la misma donde dormiríamos Paty, Camilo y yo, si es que convencía a Lili para quedarnos a pasar la noche?
- Está bien, la Hilacha es así. -Dijo Paty acerca de su primo- OK... Ya... en fin, es la Hilacha pues.
Y en seguida, agregó.
- Pero ¿Diego...?
Me reí.
- ¡Ja, ja, ja!
- ¿Qué sucede?
- Naaada, Paty. No sabía que seguías siendo tan ingenua.
Paty contuvo la respiración.
- ¿Quién dice que soy ingenua?
- Yo lo digo.
- ¿Por qué?
- ¿Te acuerdas cuando eras más niña, y jugábamos?
Nos quedamos ambos callados largo rato y luego suspiramos a la vez, después de haber aguantado la respiración unos instantes.
Paty rió.
- Ja, ja, ja.
- ¿Me vas a decir que no eras un poquito ingenua?
- No era ingenua.
Y en seguida me lanzó una de aquellas miradas que nunca se olvidan. La puerta de vidrio del balcón se puso a temblar. Alguien había cerrado las cortinas. Paty me tomó del brazo.
- ¿Qué sucede?
Abrí las cortinas.
Camilo entró. Estaba mareado y seguía vomitando la comida de semanas enteras. Me pregunté:
- ¿Qué carajo? ¿Por qué vomitas tanto?
Una vez adentro seguía vomitando, solo que ahora era pura saliva y estaba pálido como la mayólica del baño o de la cocina de la casa de mis padres. Me entraron escalofríos. Cerré la puerta del balcón con llave.
Una vez que Camilo pudo articular palabras, dijo:
- No sé qué... le pusieron a ese ron..., puta madre.
Paty me miró. Tenía el cuerpo angustiado, o algo le había pasado. Tenía ganas de sacarle la ropa, o de descubrir si de verdad usaba ropa interior blanca o si eran puras cochinadas de su primo.
Pronto Camilo empezó a maldecir y a patear cojines.
- ¡Carajo! ¡Estate quieto! Maldición.
Después de romper un par de adornos de cerámica se tranquilizó un poco. Sonaba Blow up, eso lo pude deducir mirando los numeritos y leyendo los nombres de las canciones.
Decidí preparar y servir el café.
Paty me miraba extrañada. Luego se perfiló. Camilo decía que había estado a punto de caerse del balcón, y que mientras lo hacía, unos punkekes le lanzaron piedras, y que si no hubiera sido por ellos, por los punkekes, ahora podría estar muerto. Había sido una noche muy larga, eran las cuatro y media de la mañana.
Paty me miró fijamente. Camilo estaba lleno de ojeras y con los ojos muy rojos, como si hubiera estado llorando. Paty, que estaba lúcida, me miraba fijamente...
- Voy a cambiar la música -dijo. Y yo la seguí.
En el pasillo nos besamos.
Nos escondimos en un rincón. Estaba oscuro.
Siempre había querido cogerle con violencia las tetas a Paty; ella siempre había vivido junto a un hueco; siempre había tenido los ojos azules y el cuerpo bien formado; y todos sabíamos que no duraría mucho, porque en un mundo así, las chicas como Paty tienen muy pocos recursos. Le levanté el polo. Paty mordió la parte inferior de sus labios. Efectivamente, abajo, su ropa interior también era blanca. Su brasier era suave como para morderlo todos los días al despertarse uno por la mañana. Sus piernas eran delgadas.
Abrimos la puerta de una habitación que no era la de Lili. Un par de golpes. Lili estaba allí, abajo suyo estaba Diego, y por detrás le estaba dando la Hilacha con fuerza. Lili gemía. Pudo haber sido la música alta, o pude haberme confundido y pensar que era Paty la que estaba gimiendo, un tanto por los besos, un tanto por lo que la tocaba, por la oscuridad, o por la constante actividad de la noche. Por las drogas, o por el dolor de cabeza, o por el zumbido. Por la música, o por el gato que estaba tieso y muerto en un altar en medio de la sala...
Paty se contorneó unos instantes, luego exclamó en voz baja y con la cabeza en mi regazo que la Hilacha y Diego se la meten a Lili a la vez, que eso no puede ser posible, aunque lo más probable es que eso no la haya consternado mucho, porque cuando fuimos hasta la habitación de Lili le bajé el calzón y empecé a lamerla, le mordí un poco los muslos y antes de que se corriera del todo le pregunté, tocándole las tetas: ¿qué es lo que te gusta más de mí? Y ella respondió, mordiéndose la lengua y gimiendo: ¡Oh, por Dios! ¡Como me lo lames!. Y una vez que terminé de hacerlo me miró fijamente, a lo que le dije, Paty ya es muy tarde. Y luego, como si se tratara de una bendición, ella dijo:
- Me corrí tres veces -sonriendo y poniéndose su calzón, emocionada.
Cuando volvimos donde Camilo él estaba dormido entre las tazas de café que habíamos preparado, todavía intactas. Cuando apareció por fin Lili, nos preguntó:
- ¿Qué es lo que hacen?
Sonaba una canción que era a lo Zorba, el griego. No le dijimos nada. Tampoco nos preguntaron nada cuando nos fuimos, ni nos cuestionaron los vómitos de Camilo. No se molestaron en preguntarnos si queríamos fumar, o café, o si necesitábamos algunas monedas. La Hilacha y Diego se fueron a dormir al Agustino.
Camilo y yo nos dispusimos a caminar.

Una tarde lluviosa de 1999, se fue la luz en gran parte de la ciudad. No había nadie en casa y cuando llegaron ellos yo saqué a pasear el perro. La primera vez que me ofrecí a hacerlo, a la mamá de Lucía se le iluminaron los ojos y desde entonces me vio casi como un nuevo integrante de la familia. Lucía, en cambio, me miró con cierto aire delator. Como si le diera lo mismo o no, o algo por el estilo.
Por lo pronto yo era un buen tipo que cambiaba una buena película del mismo corte de Día de la independencia por escuchar un par de casetes clásicos Leuzemia. Afuera, en la calle, todo estaba a oscuras y en mi cabeza pulularon ideas como ¿qué pasará de aquí al verano? o ¿cómo haré para lidiar con mi propia independencia?. Un fuerte aire invernal recorrió Los Álamos de aquí a la luna. Opté por el camino más fácil y dejé que el perro corriera libre por el parque. Prendí un canuto. Decidí no volver a estudiar más y el ciclo que cursaba colgó por primera vez de un delgado hilo. Me senté en una banca y me dispuse a esperar. El pequeño perro de la familia de Lucía era una cosita blanca y peluda. Corría por todos lados, como un loco: todo estaba a oscuras y había cierta inestabilidad en el ambiente.
Cuando volví a casa todo seguía igual. Dejé que el perro se metiera en mi cuarto. Como era viernes por la noche y no había luz, los papás de Lucía estaban en la sala escuchando un pequeño radio a pilas y vaciando el hielo de la refrigeradora. La mamá de Lucía habló de un problema técnico en el sur de la ciudad, en una central o algo por el estilo. Surco, San Isidro, Magdalena, Jesús María, el Cercado de Lima, Lince, Barranco y gran parte de Chorrillos.
Me topé con Lucía en la cocina.
- ¿Cómo te va?
- Bien.
- Rebusqué tu habitación.
- ¿Por qué hiciste eso?
- No sé, estaba aburrida. ¿Ya leíste El guardián entre el centeno?
- ¿Me dejas pasar?
Lucía se interpuso en mi camino.
- No.

Juan Carlos, el “Yonqui”, sujetó la jeringa hundida en su piel. Lamentó (como pocas veces he visto lamentarse a alguien) la extraña situación, y las ventanas empañadas en bilis. Mi cara inmóvil, con la boca abierta, y la Ketamina en polvo sujeta entre mis manos...
- ¡Diablos! -susurró por fin-, esta cosa ya me hizo efecto...
Su amigo Fabricio (o Fabián, o como sea que se llame) estaba hipnotizado hasta la médula. Había caído tendido en su cama. Y yo solo recordaba que se parecía a una especie de cantante de Nueva Ola, y una vez introducida la jeringa en su piel el chico no dijo más nada. Juan Carlos, el “Yonqui”, seguía lamentando aquella protuberancia en su piel justo en el lugar donde había intentado inyectarse.
Había cierta paranoia en sus ojos.
Lili se deshizo de las jeringas. Les había inyectado su droga y luego se deshacía de las jeringas, como la autora intelectual de los hechos. Llevaba aquel pañuelo en la cabeza que usaba para sujetar su enorme pelo y su vestir esta vez (como pocas veces la vi vestida antes) era algo muy femenino. Era el año 2001 y sería invierno.
La Ketamina la conseguimos en una farmacia barata, por la tarde, y luego Fabricio, o Fabián (o como sea que se llame) nos ofreció su casa en La residencial San Felipe, de árboles frondosos, verdes, y de edificios enormes.
Lili y yo nos habíamos mirado las caras antes de partir. Lili me había dicho:
- Compra un pomo... ¡vamos! ¡compra aunque sea uno!...
Y yo, supongo que hecho un tarado, compré dos o tres y luego le pedí algo de dinero a ella, a lo que Lili movió su cabeza así como Madona, sujetando su pantalón largo de franjas azules y rojas, diciendo:
- No, Droguer... no tengo ni un centavo.
De la cintura hacia arriba Lili llevaba dos collares con motivos indígenas, un polo blanco y ajustado (que hacían resaltar sus dos enormes tetas, carentes de sostén) y un chaleco marrón, su pelo estaba despeinado y colgaba de uno de sus hombros una especie de bolsa incaica donde llevaba libros, discos, y un pañuelo de seda de colores casi transparentes.
Una vez en la casa del amigo de Juan Carlos, el “Yonqui”, suspiré hondo y me senté en un sillón junto a una ventana de cortinas blancas por donde entraba la luz transparente. Eran las tres de la tarde de un día frío. La casa se veía común y corriente, nada fuera de lo convencional, nada raro. Había una mesa, un estante con platos y vasos. Una cocina angosta donde cocinamos la Ketamina en un platito (que luego raspamos con un DNI y vertimos la droga en una hoja de papel marrón) y fuimos a la habitación del tipo, donde (según lo acordado) le inyectaríamos la droga a Juan Carlos y a su amigo y los acompañaríamos durante el viaje.
Lili procedió a sacar las jeringas de su envoltura. Juan Carlos dijo que él podría hacerlo solo. Lili le alcanzó una jeringa y el pomo. Luego le inyectó a su amigo. El tipo quedó privado. Luego el “Yonqui” experimentó una especie de fobia a la jeringa hipodérmica. Se había hecho una bola en la piel intentando inyectarse. Se había infiltrado un poco de oxígeno.
- ¿Y ahora qué hago? -balbuceó, una vez drogado-, no puedo llegar así a mi casa...
Imagino que Juan Carlos, el “Yonqui”, creyó que iba a quedarse con aquella bola en el brazo para siempre. La habitación del tipo debía ser lo más llamativo del lugar. A pesar de su edad, Fabián (o Fabricio) no se había deshecho aún de sus álbumes de las Tortugas Ninja, no había mandado cambiar sus sábanas y alrededor nuestro, mientras ellos alucinaban, habían muchos detalles insignificantes. Aviones de juguete, plumones Faber Castell, un recipiente repleto de canicas, un muñeco de felpa, cuadernos de pasta dura, exámenes..., etc. Y todo esto por algún motivo (tal vez, debido a la escena) causaba en mí un profundo miedo.
El sujeto se levantó de la cama completamente inhibido, reducido a una existencia nebulosa y mental, se tambaleó un par de veces, se sujetó de sus rodillas contra la pared. Balbuceó asustado que sus padres habían llegado, que tenía que saludarlos, y se fue, así, dando tumbos, atravesando la habitación, regando su triste existencia por todo su departamento...